Me contaron que
ella: alta, esbelta, hermosa, inteligente, deseada y con unos ojos turmalinos de
mirada seductora, lo conoció a él un día de sol y frio, en remotas tierras de
un pueblo olvidado en los rincones de los atlas. Aunque él era unos cuantos
meses menor y más bajo, poseía dulce en las palabras, era seguro, atrevido y
muy apuesto para los gustos de ella. Su primer encuentro fue en medio del
agitado mercado del domingo. Él no supo que reacción tuvo ella cuando lo vio
por primera vez, pues ni siquiera la se percató de su existencia.
El universo los unió
esa noche en la misma habitación, sentados sobre un colchón extendido en el
piso y usado como comedor. Los hilos invisibles del azar y el deseo los
llevaron a compartir la misma comida: mango, aguacate, pan y cerveza, y aunque
no estaban solos, su mundo se redujo a dos seres, sus ojos se penetraron
mutuamente y sus historias se entrelazaron. El espacio los obligó a hablar y
quien sabe que fuerza los hizo mirarse fijamente al alma.
A la mañana
siguiente se despedirían para siempre, sus caminos iban dirigidos hacia sentidos
opuestos, ella le regaló para sus deseos y sus fantasías: un beso en el vértice
de sus labios, un abrazo cálido y unas palabras de esperanza “¡Tal vez nos
volvamos a ver!”. Ella se fue al sur y él se marchó al norte, dentro de sus ideas
innatas se habían develado que jamás dejarían de volar libremente, que sus alas
eran lo más preciado y no las cortarían ni siquiera para brindárselas al otro.
A los dos días
de su despedida, él recibió un mensaje en su teléfono, “¡Iré al norte!, ¿Podemos
vernos?”. El transcurrir de los días no volvió a ser el mismo para ninguno. Sus
manos se tomaron, sus brazos se abrazaron, sus miradas se cruzaron más
intensamente, sus labios se humedecieron, sus pies caminaron juntos, sus
palabras se reconfortaron y se acompañaron y sin timidez, sus cuerpos se
conjugaron.
Desde ese día se
les ve juntos, y aunque años y kilómetros los separan esporádicamente, su
camino se une siempre a dos manos.