No pude nunca entender, si pertenecía a una
determinada religión y trataba de convertir almas, si lo poseía el
fanatismo y sólo cumplía con el deber que su misión le imponía sobre la
tierra, o si solo buscaba lucrarse. De todas maneras, ahí apareció un hombre
joven, de unos 32 años, “bien” vestido -bien para la ocasión, su atuendo
encajaba deliberadamente con su propósito-. Su camisa amarilla de manga
corta estaba abotonada completamente, hasta el último botón de
arriba, el evangelizador emanaba lagos salados de sus poros acompañados con
un discurso coherente y de vocabulario sobresaliente, con frases congruentes y voz
apocalíptica pero compasiva. Cuando digo ahí, me refiero
al corredor del bus, un pasadizo estrecho, de atmósfera espesa, húmeda por
los 36° que en el exterior azotaban el pavimento de la carretera
intermunicipal. No muchos feligreses habían atendido esa mañana la
involuntaria eucaristía.
El pastor no soltó ni un
solo segundo su biblia, sólo la cambiaba de mano y la ponía cerca de su
corazón cuando quería lucir más grandilocuente, cuando sentenciaba con frases fabulosamente
elaboradas con el lenguaje simbólico de las parábolas y
movía las manos con el gesto de un padre cuando ordena a su hijo lo
que debe hacer. Puede ser que no fuera una biblia, de todas maneras, nunca la
abrió para leer un solo versículo. Yo a veces pensaba que era un cassette de Betamax. Durante casi 40
minutos prolongó el sermón, trató de interactuar con los viajeros hablando enérgicamente
para no perder la atención. Así transcurrió la misa del bus, para mí quien había
esquivado este deber de católico desde hacía años, para quienes no fueron a Dios esa semana, Dios venía a ellos.
Ninguna parte del ritual faltó, mucho menos la de la ofrenda. De esta manera el poder envolvente
del “señor” convertiría al bus
en iglesia y al predicador en rebuscador.
Honduras, Ocotepeque, Mayo 6 de 2016