domingo, 8 de julio de 2018

Hermanos míos!


No pude nunca entender, si pertenecía a una determinada religión y trataba de convertir almas, si lo poseía el fanatismo y sólo cumplía con el deber que su misión le imponía sobre la tierra, o si solo buscaba lucrarse. De todas maneras, ahí apareció un hombre joven, de unos 32 años, bien vestido -bien para la ocasión, su atuendo encajaba deliberadamente con su propósito-. Su camisa amarilla de manga corta estaba abotonada completamente, hasta el último botón de arriba, el evangelizador emanaba lagos salados de sus poros acompañados con un discurso coherente y de vocabulario sobresaliente, con frases congruentes y voz apocalíptica pero compasiva. Cuando digo ahí, me refiero al corredor del bus, un pasadizo estrecho, de atmósfera espesa, húmeda por los 36° que en el exterior azotaban el pavimento de la carretera intermunicipal. No muchos feligreses habían atendido esa mañana la involuntaria eucaristía.

El pastor no soltó ni un solo segundo su biblia, sólo la cambiaba de mano y la ponía cerca de su corazón cuando quería lucir más grandilocuente, cuando sentenciaba con frases fabulosamente elaboradas con el lenguaje simbólico de las parábolas y movía las manos con el gesto de un padre cuando ordena a su hijo lo que debe hacer. Puede ser que no fuera una biblia, de todas maneras, nunca la abrió para leer un solo versículo. Yo a veces pensaba que era un cassette de Betamax. Durante casi 40 minutos prolongó el sermón, trató de interactuar con los viajeros hablando enérgicamente para no perder la atención. Así transcurrió la misa del bus, para mí quien había esquivado este deber de católico desde hacía años, para quienes no fueron a Dios esa semana, Dios venía a ellos. Ninguna parte del ritual faltó, mucho menos la de la ofrenda. De esta manera el poder envolvente del señor convertiría al bus en iglesia y al predicador en rebuscador.

Honduras, Ocotepeque, Mayo 6 de 2016