Ayahuasca desde la vigilia. Pintura original por Sofia Nalbadi (2020)
Todo comenzó en el Valle de Sibundoy, los indígenas
de las comunidades Camsá e Inga celebraban el Festival del Perdón (Klestrinÿe),
un homenaje al acto de perdonar, de reconciliarse y dejar atrás las diferencias
y los conflictos en medio de comida, bebida, fiesta y diversión. Este
inigualable acontecimiento finalizaría con el recibimiento del “Betsknate” (Día
grande), un día que daría inicio a un nuevo ciclo del calendario local. Era el
20 de febrero y se iniciaban una serie de eventos y celebraciones que llenarían
la atmósfera de los pueblos del Valle -Sibundoy, San Francisco, Santiago y
Colón- de un sentimiento de fraternidad y embriaguez.
Se respiraba en las calles el olor de la comida típica fresca, especialmente en
el Parque Central, al frente de la iglesia, donde varias carpas habían
instalado cocinas improvisadas para suplir a los comensales. Artesanos de
varias partes del sur de Colombia (Putumayo, Nariño, Cauca) e incluso de la
Sierra Nevada de Santa Marta exhibían la belleza de sus tejidos en mochilas,
chumbes, bolsos, ponchos, vestidos; la habilidad de sus manos se imprimía en
piezas de joyería, manillas, collares, pendientes; la creatividad de sus mentes
en obras de decoración, muchas dignas de museo. Llamaban la atención las
esculturas talladas en madera, un arte que fusionaba la cosmogonía indígena con
los rituales chamanísticos y el auto-reconocimiento como pueblo ancestral. Un
espectáculo de arte y artesanía decoraba el espacio público.
Mientras tanto en la casa del Cabildo, el cuerpo
sacrificado de un cerdo, el más grande alguna vez visto por mis ojos, yacía
frente a habilidosas cocineras, que una vez más demostrarían que no hay evento
ni multitud, por más grande que sea, que no pueda ser satisfecha por la capacidad
organizativa y logística de los pueblos indígenas. La carne del porcino se
repartía en ollas con destino a sancochos ytamales mientras enormes canecas de chicha se vaciaban en las gargantas
de los transeúntes al paso que se producían. Ese fin de semana se esperaban
miles de personas entre visitantes de la región, turistas, habitantes de la
zona rural, indígenas y colonos.
Cuando llegamos a la maloca eran las once de la
noche. Sofía y yo nos ubicamos en uno de los espacios libres de la
circunferencia: era un espacio cálido, completamente construido en madera, de
unos quince metros de diámetro y un pasillo concéntrico de un metro y medio en
el exterior. La parte interna y el pasillo exterior estaban separados por muros
de madera en cuyas paredes se dibujaban pinturas hechas a mano: chamanes
transfigurados con animales, jaguares de miradas penetrantes, plantas con
flores llamativas enredadas entre arbustos y lianas, serpientes que se transformaban
en ríos, guacamayas de imponentes y coloridas plumas, colibrís estáticos en
pleno vuelo, cascadas aflorando de la base de una luna llena, pinturas
alucinantes mimetizadas entre fractales multicolores. En pocas palabras, la
biodiversidad de los ecosistemas andinos tropicales se encontraba embebida en paisajes
pintados al estilo de las visiones del yagé. Los tonos violetas, rojos, amarillos
y verdes predominaban, pero no poseían límites físicos, se asemejaban a la
lógica de las imágenes de la Vía Láctea, como una transición entre colores que
nunca se sabe dónde empiezan o terminan. La marcada geometría impregnada en
cada escena de las obras, indicaba, que éstas habían sido fielmente plasmadas desde
la visión del artista en uno de sus viajes místicos.
En realidad, mi ritual había comenzado meses antes
en Alemania, cuando había decidido que quería explorar las profundidades de mi
subconsciente y mi inconsciente, algo había leído acerca de las propiedades
medicinales y sensoriales de la ayahuasca. Asimismo, los relatos de algunos
pocos amigos que habían experimentado con la planta me habían encendido la
curiosidad. Sus historias estarían muy lejos de lo que el viaje me mostraría
esa noche. Durante meses fantaseé acerca de los cientos de escenarios posibles
en los que podría tomar la medicina, en las diferentes sensaciones que podría tener
y las visiones que pudiera crear, todas las imágenes eran extraídas de palabras
y textos, de la abstracción de lo que mi mente se imaginaba que pudiera
producir el viaje cósmico.
Si se quiere tener una experiencia con el yagé, no
hay mejor lugar que el Putumayo, esa región del suroccidente colombiano donde
convergen los saberes de la región del Amazonas y las montañas de los Andes.
Por esa razón, cuando en septiembre de 2019, Sofía y yo empezamos a planear nuestro
viaje de exploración ambiental y cultural por el norte de América del Sur, el
pueblo de Sibundoy se empezó a perfilar en la ruta que nos llevaría desde
Bogotá hasta el sur de Bolivia.
A principios de febrero, había establecido contacto
virtual con Ciro, él sería quien
dirigiría la ceremonia. A través del chat parecía un personaje severo y de
pocas palabras. Cuando nos encontramos personalmente en Sibundoy me hizo sentir
confianza. Ciro es moreno, de rasgos Camsá
innegables, aspecto fresco y parsimonioso, de tranquilidad al hablar y al
moverse, amante de la risa y la alegría. Nunca hubiera pensado en ese momento acerca
del poder místico-espiritual que las palabras, entonaciones y cantos de este
hombre ejercerían en mis alucinaciones. Dos semanas antes de llegar a Sibundoy
inicié una dieta que tendía a ser vegetariana. No fui tan estricto como pudiera
haberlo sido, aunque fue todo un sacrificio. La leche y las carnes dejaron de
hacer parte de mi alimentación mientras viajaba por Risaralda y el Valle del
Cauca rumbo al Putumayo, consideré una lástima dejar de comer los manjares
animales que la gastronomía paisa y valluna ofrecían a su camino.
La noche de la ceremonia, yo era el único asistente
que tomaría por primera vez, me encontraba expectante: sin temor, aunque con
ansias. Conmigo en la maloca, había unas diez personas más, Sofía estaría en el
ritual, pese a que había decidido con anterioridad que no tomaría la medicina,
pero que, por supuesto me acompañaría, tal y como nos prometimos antes de salir
de Alemania. Alrededor de las once y cuarenta los otros asistentes y yo nos
sentamos alrededor de la fogata que ardía en la mitad de la Maloca. Sofía
permanecía acostada en su colchón, en posición de dormir y dispuesta a intentar
abstraerse de su entorno. El hermano de Ciro,
avivaba el fuego en silencio. Su rol seria esencial durante las horas
venideras, era un guardián de las visiones, un vigilante de los malos espíritus.
Con una mano agarraba una olla que contenía extracto de palo santo encendido y
con la otra unas ramas secas con las que soplaba viento para incinerar la savia
seca del ancestral árbol. Unas cantidades intensas de humo salían de esta vasija
y construían una atmósfera sombría para que los espíritus de otros tiempos y
otros espacios visitaran, conversaran y permanecieran con nosotros.
El chamán (taita), parado en un extremo de la
maloca, tocaba su armónica y sacudía unas hojas secas a manera de percusión.
Con un compás delirante, concebía una atmósfera surrealista que invitaba al
trance y al mismo tiempo me conducía a otras dimensiones de la mente. El taita
se ubicó en frente de una mesa de unos dos metros de largo donde yacían
frascos, plantas, escapularios, ollas, pocillos, y, en una botella de plástico,
el yagé.
Mientras la música llenaba el éter sombrío, no
existía ninguna dimensión espacial, sólo existía la maloca -en algún lugar de
lo que llamamos universo-. Incluso, la palabra espacio de por sí carecía de
sentido en ese instante, la situación sólo parecía ser real en la medida en que
se veía que sucedía y por lo tanto debía tener un dónde-. El tiempo se había
detenido. Estaba tranquilo, pero me sentía alerta, expectante, quizás con algo
de miedo, de encontrarme con seres ignotos que se escondieran entre los
sonidos, o entre el humo, o que llegaran de la oscura ruralidad que rodeaba la
maloca. Algún ser siniestro que no conociera de esos que vienen del lado
oscuro. Incertidumbre con angustia.
Después de media hora de cantos, mantras y rezos:
“Sana sana sana yagesito, yagesito, yagesito… cura, limpia, limpia”, el chamán
nos empezó a llamar uno por uno, éramos cinco o seis los que tomaríamos. Cuando
mencionó mi nombre, me acerqué a su mesa y recibí de él un vaso casi lleno de
una sustancia espesa, café casi negra. La tomé de un sorbo y presentí que
estaba afrontando algo que me desbordaba. Buen provecho, me dijo el taita. Me
devolví a mi banquito alrededor del fuego.
Con dificultad para concentrarme, logré dialogar
conmigo mismo por unos veinte minutos, tratando de trazar un propósito para mi
viaje con el yagé. Enfocarme en estar quieto, tranquilo y en reflexionar,
hicieron de ese tiempo una espera implacable. De repente tuve deseos de vomitar, sabía que
ese sería uno de los efectos de la planta, así que me dejé llevar. Salí hacia
el pasillo y vomité una vez, dos veces, tres, diez... No me detuve durante
varios minutos, primero la aguapanela con galletas que había bebido horas
antes, después agua, después aire, después nada, después pensamientos, arrepentimientos,
culpas, remordimientos, deudas, demonios, espíritus. Eran ataques de vómito,
los más intensos que hubiera tenido alguna vez en mi vida. Fue un vómito
físico, una desintoxicación corporal, una lucha entre el cuerpo y la planta por
tomar el control sobre el estómago y el hígado. Pero era tarde, los poderes de
los espíritus habían empezado a dominar no sólo esos órganos sino también mi
mente, mi realidad y mi subconsciente.
El portal a otros mundos se abriría para todos, el
vigilante, con sus escasas herramientas, fabricaría humo de palo santo desde su
olla para quienes entre ataques de arcadas expulsaban dolorosamente los
pesos del cuerpo y el alma; también para quienes, cayendo en un precipicio
onírico, se dirigían infinitamente hacia el fondo de la desolación. La nube de
humo ofrecía un lazo para que, desde la profundidad, las almas volvieran a esta
dimensión.
En el momento que empecé a vomitar, la humareda de
palo santo me envolvió en su manto y me abstrajo del primer impulso de la
planta por arrastrarme hacia lo desconocido. Cuando terminé de vomitar, volví a
la fogata, pero ya no era el mismo, veía el mundo con otros ojos, los ojos de
la ayahuasca. Me senté alrededor del fuego y me sentí de repente ebrio,
perdido, sin control de mí, como un espectador en primera persona de una escena
de psicodélico pavor. El piso se deformada levemente, adquiriendo un carácter
de fluidez. Los colores no eran los mismos, eran más vivos y más móviles,
cambiantes, líquidos y efímeros como los bordes de una laguna golpeada por suaves
y lentas olas que van y vienen incesantes. Nunca creí que la realidad se me pudiera escapar tan
fácilmente, que de repente, en cuestión de minutos, la existencia se redujera a
un exacto momento y que ni siquiera pudiera ser protagonista de este. Que las ideas aferradas a la objetividad de la ciencia y a los
preceptos de que lo único válido y existente es lo que se puede ver, tocar,
oler y percibir con los sentidos, y además, ser físico, tangible y comprobable,
se redujeran a un puro discurso, por supuesto inútil y falaz en ese momento. Me
sentía incapaz de comprender y razonar el mundo en el que me encontraba. Así,
sentí que la vida me había engañado, que me había sesgado siempre al descreer
en lo mágico, que me había vendido una idea equivoca de lo real, pero ahora en esta otra dimensión, de por sí también real (porque
si se vive, por supuesto existe en alguna dimensión), estaba ciego y a la
deriva.
Desde ese momento la planta tomó control de mis
sentidos, mis miedos, mis secretos, mi entendimiento del tiempo, del espacio y
de la corporalidad. El ser que habitaba en mí, miró alrededor, sus ojos encontraron una pintura donde se
encontraba un jaguar rodeado de un aura pintada con todos los colores del
universo, caminando en un firmamento de eternidad, un Dios que examinaba el
ritual desde el cosmos. El jaguar no solo miró directo a sus ojos, sino que entró en su
mente. Me sentí débil.
“Cuentan mis mayores
historias del tigre, que cuando caminas el territorio debes dar el paso seguro
y firme, porque cuando el tigre huele tu huella sabe si hay miedo en ella”
Eliana
María Muchachasoy Chindoy
Atemorizado por la mirada insufrible y
penetrante del jaguar, me sentí profundamente observado. Me consideré
minúsculo, con el ego disuelto. Así, vulnerable, tan abrumado que no pude
sostener la mirada en la pintura, tuve que huir, mi espíritu se sintió presa de
aquel poderoso predador. En la cosmogonía de los pueblos amazónicos, el chamán
se fusiona con el jaguar cuando entra en el mundo cósmico de la ayahuasca. En palabras de (ACEG 2010) “El jaguar es la alegoría de
la figura del chamán en su pensamiento, ese guardián, sanador, médico, guía,
que viaja entre mundos, y, tanto en el relato como en la realidad, se funde en los
límites entre lo humano y lo animal”.Yo estaba en el territorio del jaguar, y
es durante el ritual, en la noche, cuando él está más alerta. Para los Desana, indígenas de la
cuenca alta del Vaupés, “el jaguar es el representante del Sol; simboliza la
energía fertilizadora de la naturaleza; es el protector de la maloca y de la
selva; por su color, está asociado con el fuego, y por su rugido, con el rayo”
(Brezzi 2003). Todo el ambiente que
me rodeaba, era el hábitat idóneo del jaguar.
Caminé hacia el tendido que tenía sobre el
suelo, Sofía estaba acostada sobre un par de cobijas, cubierta con una manta
hasta la cabeza, en un gran esfuerzo por ignorar lo que ocurría a su alrededor,
esa atmósfera mágica y al mismo tiempo aterradora de música delirante, personas
vomitando y luchando por sobrevivir a alucinaciones de toda naturaleza. Ella no
sabía lo que vendría. Me acerqué a mi lugar y miré mis cobijas, a cada
paso que daba, el yagé tomaba más control. Creí que estando en reposo y echado
podría burlar ese estado fantasmagórico. Mientras me acostaba sobre el colchón
sentí que fluía como una cascada de agua que caía incontenible sobre el piso. Los objetos tomaron vida, parecían tener una experiencia
propia, las alteraciones de la percepción no eran únicamente visuales, sino táctiles
y auditivas. La textura de las cobijas se asemejaba a la de un charco,
huidizo. Me estaba tratando de cobijar con un torrente escurridizo de tela. Me
hundí en el suelo, casi fluyendo a través de las rendijas de la madera, de los
pliegues de las mantas. El sentido del tacto estaba completamente sustraído de
la realidad, la visión se combinaba
con mi palpación para darme la impresión de que los límites físicos de mi
cuerpo estaban desplazados unos milímetros fuera de mí.
Dentro de ese mundo acuático sentía que me ahogaba, sólo
habían pasado unos minutos después de acostarme y ya sentía que no tenía aire
para seguir respirando, que tenía perdida la batalla por sobrevivir. Mis
pulmones expresaban a través de gritos su impotencia por tomar oxígeno, pues el
aire se convirtió en agua y eso estaba respirando. -Ahhhh… Aaaaahhhhh, ujj, ujj,
hmmmm hhhmmmmmmm…- el agua me empezaba a invadir el aire y la cabeza y mis
gemidos expresaban la negación por entrar al mundo de las visiones. Mi cuerpo
se retorcía agitado de un lado al otro por la esforzada respiración.
Estaba observando una doble imagen
distorsionada de mi cuerpo como si fuera una pantalla desenfocada, viendo y
siendo al mismo tiempo. La materialidad corporal no existía, había una dimensión
adicional en el espacio. Mi existencia dejó de ser lo que había sido por 29
años para ser y estar en otros mundos y mi subconsciente era el principal
cómplice. ¿Pero cómo podría yo saber que ese era el subconsciente y no el
consciente si el subconsciente jamás aflora conscientemente? Y yo me sentía
totalmente consciente. Era justo entre este silogismo donde se disolvía lo real y lo fantástico, donde la planta me
demostraba que era fluida, abstracta, efímera, relativa, fugaz, como el humo.
No sé cuánto tiempo permanecí ahí tendido, sintiéndome como agua, en medio de
pintas (visiones) que se afianzaron como la más irrefutable objetividad.
Luchando por no caer en la desesperación, me rehusaba a ver lo que en efecto veía
y a experimentar lo que sin duda sentía. Sentí que todo era insignificante y
trivial, que estaba atrapado en medio de una pesadilla de colores, seres
extraños, ataque de vómito, terror y pérdida de control sobre mí y mi
situación.
Sueño de Yagé
“Taita
yagecito limpia cuerpo, espíritu y corazón,
Abuelito canta, canta tu
oración,
Abuelito pinta, pinta
sanación”
Eliana María Muchachasoy Chindoy
El deseo de escapar me llevó afuera, al
corredor, el vómito reapareció de nuevo, más severo que antes, no había nada que
expulsar, tal vez sólo mis últimas defensas contra la planta. Tal vez pecado y
demonios. Mientras arrojaba ruido por mi boca sentía una presencia detrás de mí,
en esos cortos segundos de descanso entre arcada y arcada miraba hacia atrás y
en medio de visiones coloridas y sombras difuminadas veía a alguien... ¿En
realidad lo hubo? Sobre el césped donde soltaba mis fluidos amargos, veía
lagartijas que se movían en medio de un estanque de hexágonos abigarrados. El
miedo a la oscuridad y a la presencia imperceptible me trajo de nuevo a mi
colchón, lo que vendría sería un episodio que describo como: el fondo del
infierno, entre el abandono y la desolación.
Las notas repetitivas de la harmónica y los
cantos ancestrales interpretados por el chamán se desplazaban entre el éter de
humo de palo santo.
Abandono y muerte
En mi cama otra vez, entre las cobijas, perdido
entre los pliegues de una manta, ahogado en mi mundo acuático logré ver en una
fugaz aparición, al jaguar que me perseguía. Me criticaba mi debilidad, yo no
estaba pisando firme y él lo sabía, yo lo estaba demostrando también, me enterré
en el desespero de mis sábanas con el objetivo de huir de su mirada. Me sentí
abandonado y aterrorizado, olvidado por todo el mundo en lo más profundo de mi
desespero, ahogado por mis propios temores. Me desgarré la garganta gritando
por ayuda - Ahhhh… Ahhhhh... ¡Ayuda! – por varios minutos, incesante mi voz se
hacía cada vez más fuerte. Mientras me retorcía en mi lugar, multitud de
visiones una tras otra aparecían reales como sueños vívidos frente a mí. Sueños
que solo me dejaban descansar cuando las ráfagas de palo santo me ahogaban por
segundos. Cuando abría mis ojos y veía la maloca en un estado de pasividad
inquebrantable, eso no me consolaba en absoluto. Los gritos volvían – Aaahhh….
Ahhhhhhhhh, Dios, Dios, ¡Dios! -. ¿Dios?, ¿De dónde salía este llamado? Si hacía
muchos años había decidido descartarlo de mi racionalidad. No en vano
escribieron Hofmann y Schultes que pareciera que la idea de divinidad pudiera
haber aparecido en la humanidad gracias al uso de plantas alucinógenas en los
estadios más primitivos de la evolución de la especie, ya que estas permitieron
al humano comunicarse con los espíritus o
deidades. Esta comunicación por medio de una intensa despersonalización
traía sanación o al menos respuestas a las inquietudes más enrevesadas, como
otorgadas por un ser más sabio e inalcanzable.
Pero ni siquiera el poder de las divinidades podía
redimir este despojo humano, porque eran ellos quienes hablaban por medio de delirios
al otro lado de la existencia. - Ayuda... Taita, taita, ahhh, ahhhhhhh. ¡Ciro!,
¡Ciro!... Ayúdame por favor – exclamaba con diferente intensidad, a veces
suplicando, otras veces exigiendo. El ego estaba disuelto, cualquier muestra de
arrogancia se había deshecho. - Ayúdame... Por favor... ahhhh ahhhh. Mamá,
mamá, mamá -.
Eran gritos que jamás había expresado por que
nunca mi espíritu (o consciencia)
había estado a tal nivel de desolación y desespero. El Andrés mental estaba en
agonía desde lo profundo del abismo. – Papá! papá… Sofía, baby… ¡amor!, amor,
amor - me escuché diciendo entre palabras vibrantes mientras con los ojos bien
abiertos observaba el techo de la maloca y al chamán interpretando su harmónica
a la vez que mi cuerpo se distorsionaba hacia adelante tratando de encontrar
una posición cómoda, como si eso fuera a terminar con el delirio. -Sofía...
Amor... ¡Help me!... - repetía con la esperanza de que mi más fiel compañera y
confidente me rescatara – Sofía, te amo… amor, amor, amor, aaaaahh – le
supliqué aun sabiendo que le pedía involucrarse en algo que le había pedido se mantuviera
al margen. Pero nada podía hacer ella, ni nadie. -Taita, ¡TAITAA!, ayuda,
ayuda, ayuda – grité mientras el cuerpo se me derretía como mantequilla entre
el fuego en ese misterioso paso de ser viviente a objeto. Ahí entendí lo que
pudo haber sentido Jesús cuando le preguntó a su padre “por qué lo había abandonado”.
Horas más tarde, cuando reflexionaba y recordaba con Sofía acerca de lo que
había pasado esa noche, me confesaría que ella estaba enfrentando una de las
más angustiantes zozobras. Que mientras me escuchaba en medio de ese terror
pidiendo por ayuda, salió al pasillo de la maloca para evitar ver y escuchar mi
“sufrimiento”, que se había fumado todos los cigarrillos que le quedaban y que
le había pedido al taita que me ayudara a salir del mundo de los sueños. Él le
respondió que ni él ni ella, ni nadie podía hacer nada, que era una lucha que
yo tenía que dar y de la que tenía que salir por mis propios medios.
Los gritos desgarraban el aire denso del ritual
inundado por el humo de palo santo y la luz tenue de las velas prendidas por
toda la maloca. - Mamá... ma... papá.... Iván... Ayuda, tengo mucho, tengo
mucho… tengo mucho… -. Sofía me contaría horas más tarde que nunca finalicé la
frase... En mis pintas yo sabía lo que tenía: una mezcla entre frio y miedo. Lo
pensé, pero no pude decirlo, cada vez que entendía que tenía y que quería
decir, las palabras se esfumaban después de unos segundos (o minutos) de
alucinar alrededor de esa carencia... Todos en la maloca lo escucharon y yo recuerdo
que pensé en ese momento, “Tengo mucho, tengo mucho miedo”. Tenía miedo de quedarme
atrapado en ese mundo conmigo mismo. También sentía mucho frío.
Mis visiones aparecían y se esfumaban a una
velocidad que no me permitía entender ni analizarlas. Invoqué al Taita Marcelino,
la autoridad mayor en el linaje de los chamanes de la familia, quien había
iniciado la tradición del yagé en la casa, el más poderoso de los taitas. Pero nadie
vino en mi ayuda. La batalla tenía que darla sólo. Parecía infinita.
Un mundo selvático calló sobre mis pintas
durante eternos eones... -ggggguuuuhhhhggg uhhhhggg...- el mono aullador que
había visto en el Parque Nacional Tayrona y en los bosques de las montañas
andinas en Risaralda, entró en mi mente y en mi garganta, se expresó a través
de mis sonidos guturales. Aún los recuerdo. Después el oso de anteojos caminó
durante algunos instantes frente a mí. Se le notaba calmado y apacible, como
sin afán y sin destino. El jaguar una vez más -gggrrrrr grrrrrrr, Ahhh....
ahhhh – los gritos de desesperó tampoco cesaron. El caballo - bbrrrrr bbrrrr -.
Los animales se entremezclaban con el
sufrimiento de haber perdido la identidad para siempre, de haber sido poseído
por diferentes animales por el resto de la historia del mundo natural.
“Plantas, animales, y humanos se funden e intercambian identidades con el ser
en rápidos resplandores de transformación, y la conmoción de ese encuentro
impregna todas las cosas […] Es en este reino de visiones donde el enorme ego
humano se disuelve en la cara de verdades e interconexiones esenciales.” (Stone 2012). El perro – buah, buah, buah-.
Los indígenas Camsá lo llaman pintas, porque
viene en colores, como en pinturas. Las pintas me mostraron un grupo de
indígenas, una mujer y varios hombres. Se encontraban en una montaña y estaban
reunidos alrededor de una olla grande donde cocinaban plantas medicinales. Eso
ocurría hacía varias décadas, cuando ellos empezaron a poblar esta parte alta
del río Putumayo, estaban aprendiendo a preparar el yagé, a cocinarlo, cometían
errores, pero estaban aprendiendo.
Las alucinaciones saltaban de una situación a
la otra, obstinadas por mostrarme enfáticamente algo misterioso. Imploré por la
ayuda de mi otra amiga, con el deseo de agotar hasta el último recurso, -
Jessica, ayuda, ayuda… -. En algún momento, Jessica vino, la recuerdo bien, me
dijo “tranquilo, todo va a estar bien, recuerda que es pasajero”, y se fue. Su
imagen apareció como una salvación, un lazo que me retornaba al mundo de los
vivos, efímero. Sus palabras me alentaron mucho, pero mi mundo de visiones
mostraba otra realidad. Segundos más
tardes me sentiría caer otra vez. Los impulsos del tánatos volvieron en forma de vómito, pesado y continuo, otra
batalla contra la muerte, el guardián con su olla de humo trató de aliviarme
varias veces. Logré sentarme y mirar a mi alrededor, supongo que eran alrededor
de las tres de la mañana. Entre palabras que me costaron articular pedí un
balde para poder vomitar desde mi colchón, no quería salir otra vez a enfrentar
la oscuridad. La música del taita no cesaba, la armónica repetía sus mismos
hipnotizantes y placenteros, aunque alucinantes tres acordes. Miré a Sofía,
estaba acostada de medio lado dándome la espalda. Me preocupé por ella, sentí
compasión y aflicción por ella. ¿Estás bien baby? No respondió. Tal vez sólo lo
pensé, y no lo dije.
Volvía el vómito. – Uhhhhaaarrr,
Uhhhhaaaaagggggrrrr, Ahhhh! Ahhh, Ttpppp – expulsaba saliva amarga, la bilis. Después
de unos veinte minutos más, la intensidad decreció entre visiones cada vez más
suaves y borrosas. Me hice unas cuantas bromas en la cabeza, no sé cuáles, pero
sonreí. Bostecé largamente y me sentí muy cómodo, cálido, en una atmósfera
tranquila, miré a mi alrededor y todo estaba en silencio, la luz era tenue,
muchas velas se habían extinguido. Los últimos carbones de la fogata estaban aún
ardiendo. Junto a ella se encontraba Ciro
y Jessica, conversaban en voz baja, se percibía un ambiente de amistad. La
música instrumental de ceremonia andina sonaba en un celular, en realidad solo
se había detenido mientras el chamán tocaba su harmónica. Hasta ese momento lo
percibí. Volví a mi.... de súbito las visiones acabaron y una sensación de
liviandad y plenitud me invadieron. Una iluminación, el nirvana. Ideas claras,
elucubraciones, entendimiento de lo que había pasado. Tranquilidad y paz, como
si hubiera entendido el propósito de toda esa travesía. Cansado, sí, pero
satisfecho. Por unos quince minutos permanecí como un observador hacia las
visiones o sueños de un pasado lejano. Acá ya, otra vez en la calma, como quien
mira en retrospectiva y ve los destrozos del huracán que pasó, pero valora
haber vivido a pesar de la destrucción.
Un viaje al infierno y a las puertas de la
muerte. Pero un regreso triunfal, con más sabiduría. El yagé es la planta que
abre la puerta a los secretos del mundo espiritual, al subconsciente, la
entrada a la naturaleza y a nosotros mismos, que en últimas es lo mismo.
Me levanté... Me dirigí al fuego, eran tal vez
las tres y cincuenta de la mañana. Me senté en un banquito a calentarme. El
taita se acercó y se sentó cerca de mí, se veía inmaterial y sublime iluminado
por las sombras de las sutiles llamas. - ¿Qué tal? Pasaste la prueba - me dijo
y continuó – …todas las personas ven pintas diferentes, depende de muchas cosas
-. Me contó el método de preparación de la bebida y como ella misma los había guiado
a través de las decisiones de su familia. - El yagé es la planta del
entendimiento y la sabiduría, habla, pero primero limpia. La próxima vez verás
otras cosas, ¿Quieres volver a tomar? -.
Seis horas más tarde, el taita me estaba
haciendo una ceremonia de purga y sanación donde me impregnaba con aceites y
esencias de plantas mientras con una lengua sincrética entre español Camsá le
pedía a los espíritus por mi sanación física y espiritual. El proceso de
sanación y limpia sólo estaba empezando.
Seis meses después… analizando en retrospectiva
Pensamientos recogidos y narrados desde un
“nosotros”, después del diálogo con otras personas que también tomaron la ayahuasca
"Se aprende la exhuberancia de estar vivo cuando se enfrenta la muerte"
Mario Mendoza
La ceremonia
de yagé es un evento puntual y puede durar unas cuantas horas. Sin embargo, es
el punto de partida de un proceso más extenso, donde el entendimiento sobre lo
que somos capaces de hacer y la reflexión acerca de nuestras ilimitadas
capacidades mentales y espirituales se abren camino a través de los días. Desde
el mismo momento de la experiencia de diálogo con la ayahuasca y a través de
los días, semanas y meses después de ese memorable viaje a la raíz de la Madre
Tierra y de nuestro inconsciente, aparece una nueva forma de discernir lo
profundo de nuestro ser-pensar-sentir de la que no sabíamos antes.
Solo ahora,
seis meses después de ese inolvidable veinte de febrero, los aprendizajes que
me ha dejado la ayahuasca empiezan a tomar forma. Únicamente analizando en
retrospectiva es que mi historia cobra sentido. Aunque durante las visiones del
yagé, pudieron darse episodios de terror, angustia y desolación, incluso de
arrepentimiento por haber emprendido esa búsqueda espiritual, debo hacer
énfasis en la fortaleza y la determinación que la planta le ha dado a mi
carácter y a mi personalidad, que, vistos desde el presente, hacen valioso el
proceso de curación y sanación que tuve que atravesar. En conjunto, los
problemas o retos de la vida diaria ya no son tan pesados como solían ser
previamente, en cambio, ahora los puedo afrontar con mayor facilidad. También
he aprendido a ser menos crítico hacia mí mismo cuando se trata de trivialidades,
pues finalmente ¿Qué es tan importante al final en una existencia limitada por
el tiempo? En definitiva, siento que tengo un conocimiento extra y una
habilidad de conectar lo objetivo con lo imaginativo, que no hubiera podido
adquirir de otra manera, una cualidad que me permite avanzar en la búsqueda de
una vida más plena y más feliz. Y en este sentido, recientes estudios científicos
sobre los efectos de las sustancias psicodélicas en la estructura del cerebro y
de nuestros pensamientos han indicado que después de su uso, “la actividad cerebral se hace más compleja, rica y diversa, lo que
en pocas palabras se puede entender como un incremento en la dinámica y la riqueza
de las ideas y la imaginación” (ver capitulo al final de esta entrada “The
Psychedelic Experience”).
Es justo
anotar que mi experiencia es solo la mía, y que hay personas que reaccionan
completamente diferente ante la planta, con visiones y viajes en el
espacio-tiempo de una lucidez nítida, o diálogos con seres conocidos o desconocidos,
pero con una alta carga de sabiduría, o, por otro lado, revelaciones y verdades
iluminadoras. También, hay quienes vuelven a su rutina diaria y continúan
siendo los mismos de antes.
El
significado de la ceremonia con yagé y sus efectos posteriores sobre la
personalidad pueden ser analizados desde dos perspectivas: su significancia
social y su trascendencia personal.
Existen prácticas
tradicionales y ancestrales que marcan el paso de la adolescencia a la adultez
en distintas culturas. Los Bukusu en Kenia someten al niño a una circuncisión
pública donde amigos y familiares son invitados a ver el desfile del
adolescente desnudo mientras ocurre la ceremonia. El pueblo Sateré-Mawé del noroeste
de Brasil inicia la madurez después de un largo ritual donde soportan las
picaduras de hormigas bala durante varias sesiones en un lapso de meses. Por
otro lado, los niños Inuit o esquimales del norte de Canadá salen a la edad de
11 o 12 años a cazar con sus padres para empezar a acostumbrarse a la rudeza
del clima ártico y a adquirir la destreza que el rol de hombre les asigna en su
comunidad, esta práctica requiere al mismo tiempo que el chamán de la tribu ore
con el fin de abrir la comunicación entre hombres y animales para conectar la
naturaleza con los cazadores. Mientras tanto, los Maasai de Kenia y Tanzania
duermen una noche en la intemperie del bosque antes de una fiesta con cantos,
danzas y comida entre la que se incluye el consumo de sangre de vaca. Por otro lado, el pueblo que habita la isla de Pentecostés
en Vanuatu, Oceanía, celebran el paso a la adultez y reafirman la masculinidad pormedio de una ceremonia donde los hombres tienen que construir una torre demadera entre 20 y 30 metros de altura de la que saltan con unas lianas amarradas a los
pies (similar al Bunge jumping, pero sin cuerdas elásticas). Por último, los Algonquinos, nativos
norteamericanos que se extienden desde el Norte de México hasta Canadá, van
solos por varios días a cazar venados en el bosque como forma de probar que
serán capaces de proveer alimento a su comunidad. Otro ritual de comienzo de la
adultez que practica este pueblo, es el consumo de una bebida alucinógena
llamada wysoccan, la cual causa una
amnesia que puede hacerles olvidar su familia y amigos, toda su etapa de niñez,
e incluso como hablar.
Lo que hay en
común entre estos rituales de cambio de etapa o avance a la adultez, es el
hecho de tener que pasar por duras pruebas físicas y mentales, a veces una aproximación
a la muerte, otras veces una etapa de sufrimiento físico o estrés emocional
nunca antes experimentado. El regreso victorioso después de estas pruebas
implica un renacer, un cierre de etapa y un comienzo de otra que requiere mayor
conocimiento y destreza. De acuerdo al profesor César Iván Bondar (Doctor en Antropología Social y Cultural del CONICET en Argentina), las experiencias durante los “rituales de paso” deben analizarse desde la perspectiva del
contexto y no de la cultura del observador, ya que la significación del dolor o
del sufrimiento para unos, puede representar placer o goce para otros. Lo
anterior plantea la reflexión de la mística del yagé y su significancia ante
nuestros ojos. ¿Son el vómito y los gritos un sufrimiento?, ¿o los podemos más
bien entender como un período de curación y exorcismo? La última interpretación
toma validez relevante si consideramos que es precisamente ese el papel de las
plantas y el rol del chamán en la medicina indígena amazónica.
El paso a la
adultez, es una práctica común que se ha desvanecido entre la evolución del mundo
facilista y trivial actual y que ahora se expresa en ceremonias tan simples
como los “quinceaños” para las adolescentes en América Latina, homólogo al
“sweet 16th” en Norteamérica o incluso a una simple fiesta de borrachera para los adolescentes cuando cumplen 18. Ante
este hecho surgen varias preguntas: ¿están
las personas hoy en día preparadas para ser adultos?, ¿en qué se diferencian de
un niño?, ¿sólo la edad, la apariencia y un documento? ¿y la madurez mental y
espiritual donde quedó?
En mi caso
particular, el viaje místico de la ayahuasca me ha venido llenando de vitalidad
desde entonces hasta la actualidad. Los recuerdos de aquella noche vuelven a mí
con frecuencia, ya sin miedo, ya sin el peso de la angustia, sino más bien con
la consistencia de una experiencia de aprendizaje perdurable de por vida. La
ayahuasca me ha abierto los canales del entendimiento hacia muchas dimensiones
en lo intelectual, lo personal, lo emocional y lo espiritual, por supuesto, es
un proceso de asimilación permanente, pero cada vez que tengo que analizar
situaciones complejas en mi cotidianidad, o tomar decisiones sobre lo que se
debe hacer y lo que no, siento que, en lo profundo, la planta me guía,
mostrándome una luz para diferenciar lo trivial de lo importante.
En algunas
ocasiones, cuando tengo que enfrentar retos que se presentan abrumadores,
pienso en ese momento donde me sentí perdido en medio de visiones fantasmagóricas
que parecían eternas. Entonces, esos retos (en el plano material y mental) se
hacen tan insignificantes que son enfrentados con la calma, la fluidez y la
paciencia que me permiten avanzar hasta superarlos. A la pregunta de si ¿podría aferrarme a otro momento de mi vida
en el que haya superado una situación abrumadora para tomar fuerzas en los
momentos difíciles actuales?, quizá respondería categóricamente que uno
siempre tiende a tomar como referente el momento más duro de todos. Por eso,
siento que las visiones del yagé y su travesía me han dado fuerza en los
momentos de ansiedad.
Los ritos de
paso o el cambio de etapas en la vida han estado ligados históricamente a un
evento que transforma la mente o el cuerpo, a una prueba de resistencia y
perseverancia. Ciertamente, en nuestra sociedad actual se nos hace imposible
salir a cazar con el fin de probar nuestra idoneidad para el paso a una nueva
etapa. No obstante, lo que si se hace relevante es la importancia de llevar a
cabo un ritual o práctica que nos prepare para asumir una nueva fase de nuestras
vidas. Ese ritual de cierre e inicio fue para mí la ayahuasca.
-Asociación
de Centros de Estudios Gnósticos, Antropológicos, Psicológicos y Culturales
(ACEG). 2010. El mito del tigre en las culturas indoamericanas. Bogotá:
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-Brezzi,
Andrea. 2003. Tulato: ventana a la prehistoria de América. Bogotá:
Villegas Editores.
-Schultes,
R. E. & Hofmann, A., (1982) Plats of the Gods, Origins of hallucinogenic
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