martes, 9 de junio de 2020

Morir para volver a nacer


Ayahuasca desde la vigilia. Pintura original por Sofia Nalbadi (2020)
Todo comenzó en el Valle de Sibundoy, los indígenas de las comunidades Camsá e Inga celebraban el Festival del Perdón (Klestrinÿe), un homenaje al acto de perdonar, de reconciliarse y dejar atrás las diferencias y los conflictos en medio de comida, bebida, fiesta y diversión. Este inigualable acontecimiento finalizaría con el recibimiento del “Betsknate” (Día grande), un día que daría inicio a un nuevo ciclo del calendario local. Era el 20 de febrero y se iniciaban una serie de eventos y celebraciones que llenarían la atmósfera de los pueblos del Valle -Sibundoy, San Francisco, Santiago y Colón- de un sentimiento de fraternidad y embriaguez. Se respiraba en las calles el olor de la comida típica fresca, especialmente en el Parque Central, al frente de la iglesia, donde varias carpas habían instalado cocinas improvisadas para suplir a los comensales. Artesanos de varias partes del sur de Colombia (Putumayo, Nariño, Cauca) e incluso de la Sierra Nevada de Santa Marta exhibían la belleza de sus tejidos en mochilas, chumbes, bolsos, ponchos, vestidos; la habilidad de sus manos se imprimía en piezas de joyería, manillas, collares, pendientes; la creatividad de sus mentes en obras de decoración, muchas dignas de museo. Llamaban la atención las esculturas talladas en madera, un arte que fusionaba la cosmogonía indígena con los rituales chamanísticos y el auto-reconocimiento como pueblo ancestral. Un espectáculo de arte y artesanía decoraba el espacio público.



Mientras tanto en la casa del Cabildo, el cuerpo sacrificado de un cerdo, el más grande alguna vez visto por mis ojos, yacía frente a habilidosas cocineras, que una vez más demostrarían que no hay evento ni multitud, por más grande que sea, que no pueda ser satisfecha por la capacidad organizativa y logística de los pueblos indígenas. La carne del porcino se repartía en ollas con destino a sancochos y  tamales mientras enormes canecas de chicha se vaciaban en las gargantas de los transeúntes al paso que se producían. Ese fin de semana se esperaban miles de personas entre visitantes de la región, turistas, habitantes de la zona rural, indígenas y colonos.


Cuando llegamos a la maloca eran las once de la noche. Sofía y yo nos ubicamos en uno de los espacios libres de la circunferencia: era un espacio cálido, completamente construido en madera, de unos quince metros de diámetro y un pasillo concéntrico de un metro y medio en el exterior. La parte interna y el pasillo exterior estaban separados por muros de madera en cuyas paredes se dibujaban pinturas hechas a mano: chamanes transfigurados con animales, jaguares de miradas penetrantes, plantas con flores llamativas enredadas entre arbustos y lianas, serpientes que se transformaban en ríos, guacamayas de imponentes y coloridas plumas, colibrís estáticos en pleno vuelo, cascadas aflorando de la base de una luna llena, pinturas alucinantes mimetizadas entre fractales multicolores. En pocas palabras, la biodiversidad de los ecosistemas andinos tropicales se encontraba embebida en paisajes pintados al estilo de las visiones del yagé. Los tonos violetas, rojos, amarillos y verdes predominaban, pero no poseían límites físicos, se asemejaban a la lógica de las imágenes de la Vía Láctea, como una transición entre colores que nunca se sabe dónde empiezan o terminan. La marcada geometría impregnada en cada escena de las obras, indicaba, que éstas habían sido fielmente plasmadas desde la visión del artista en uno de sus viajes místicos.

En realidad, mi ritual había comenzado meses antes en Alemania, cuando había decidido que quería explorar las profundidades de mi subconsciente y mi inconsciente, algo había leído acerca de las propiedades medicinales y sensoriales de la ayahuasca. Asimismo, los relatos de algunos pocos amigos que habían experimentado con la planta me habían encendido la curiosidad. Sus historias estarían muy lejos de lo que el viaje me mostraría esa noche. Durante meses fantaseé acerca de los cientos de escenarios posibles en los que podría tomar la medicina, en las diferentes sensaciones que podría tener y las visiones que pudiera crear, todas las imágenes eran extraídas de palabras y textos, de la abstracción de lo que mi mente se imaginaba que pudiera producir el viaje cósmico.

Si se quiere tener una experiencia con el yagé, no hay mejor lugar que el Putumayo, esa región del suroccidente colombiano donde convergen los saberes de la región del Amazonas y las montañas de los Andes. Por esa razón, cuando en septiembre de 2019, Sofía y yo empezamos a planear nuestro viaje de exploración ambiental y cultural por el norte de América del Sur, el pueblo de Sibundoy se empezó a perfilar en la ruta que nos llevaría desde Bogotá hasta el sur de Bolivia.

A principios de febrero, había establecido contacto virtual con Ciro, él sería quien dirigiría la ceremonia. A través del chat parecía un personaje severo y de pocas palabras. Cuando nos encontramos personalmente en Sibundoy me hizo sentir confianza. Ciro es moreno, de rasgos Camsá innegables, aspecto fresco y parsimonioso, de tranquilidad al hablar y al moverse, amante de la risa y la alegría. Nunca hubiera pensado en ese momento acerca del poder místico-espiritual que las palabras, entonaciones y cantos de este hombre ejercerían en mis alucinaciones. Dos semanas antes de llegar a Sibundoy inicié una dieta que tendía a ser vegetariana. No fui tan estricto como pudiera haberlo sido, aunque fue todo un sacrificio. La leche y las carnes dejaron de hacer parte de mi alimentación mientras viajaba por Risaralda y el Valle del Cauca rumbo al Putumayo, consideré una lástima dejar de comer los manjares animales que la gastronomía paisa y valluna ofrecían a su camino.

La noche de la ceremonia, yo era el único asistente que tomaría por primera vez, me encontraba expectante: sin temor, aunque con ansias. Conmigo en la maloca, había unas diez personas más, Sofía estaría en el ritual, pese a que había decidido con anterioridad que no tomaría la medicina, pero que, por supuesto me acompañaría, tal y como nos prometimos antes de salir de Alemania. Alrededor de las once y cuarenta los otros asistentes y yo nos sentamos alrededor de la fogata que ardía en la mitad de la Maloca. Sofía permanecía acostada en su colchón, en posición de dormir y dispuesta a intentar abstraerse de su entorno. El hermano de Ciro, avivaba el fuego en silencio. Su rol seria esencial durante las horas venideras, era un guardián de las visiones, un vigilante de los malos espíritus. Con una mano agarraba una olla que contenía extracto de palo santo encendido y con la otra unas ramas secas con las que soplaba viento para incinerar la savia seca del ancestral árbol. Unas cantidades intensas de humo salían de esta vasija y construían una atmósfera sombría para que los espíritus de otros tiempos y otros espacios visitaran, conversaran y permanecieran con nosotros.

El chamán (taita), parado en un extremo de la maloca, tocaba su armónica y sacudía unas hojas secas a manera de percusión. Con un compás delirante, concebía una atmósfera surrealista que invitaba al trance y al mismo tiempo me conducía a otras dimensiones de la mente. El taita se ubicó en frente de una mesa de unos dos metros de largo donde yacían frascos, plantas, escapularios, ollas, pocillos, y, en una botella de plástico, el yagé.

Mientras la música llenaba el éter sombrío, no existía ninguna dimensión espacial, sólo existía la maloca -en algún lugar de lo que llamamos universo-. Incluso, la palabra espacio de por sí carecía de sentido en ese instante, la situación sólo parecía ser real en la medida en que se veía que sucedía y por lo tanto debía tener un dónde-. El tiempo se había detenido. Estaba tranquilo, pero me sentía alerta, expectante, quizás con algo de miedo, de encontrarme con seres ignotos que se escondieran entre los sonidos, o entre el humo, o que llegaran de la oscura ruralidad que rodeaba la maloca. Algún ser siniestro que no conociera de esos que vienen del lado oscuro. Incertidumbre con angustia.

Después de media hora de cantos, mantras y rezos: “Sana sana sana yagesito, yagesito, yagesito… cura, limpia, limpia”, el chamán nos empezó a llamar uno por uno, éramos cinco o seis los que tomaríamos. Cuando mencionó mi nombre, me acerqué a su mesa y recibí de él un vaso casi lleno de una sustancia espesa, café casi negra. La tomé de un sorbo y presentí que estaba afrontando algo que me desbordaba. Buen provecho, me dijo el taita. Me devolví a mi banquito alrededor del fuego.

Con dificultad para concentrarme, logré dialogar conmigo mismo por unos veinte minutos, tratando de trazar un propósito para mi viaje con el yagé. Enfocarme en estar quieto, tranquilo y en reflexionar, hicieron de ese tiempo una espera implacable.  De repente tuve deseos de vomitar, sabía que ese sería uno de los efectos de la planta, así que me dejé llevar. Salí hacia el pasillo y vomité una vez, dos veces, tres, diez... No me detuve durante varios minutos, primero la aguapanela con galletas que había bebido horas antes, después agua, después aire, después nada, después pensamientos, arrepentimientos, culpas, remordimientos, deudas, demonios, espíritus. Eran ataques de vómito, los más intensos que hubiera tenido alguna vez en mi vida. Fue un vómito físico, una desintoxicación corporal, una lucha entre el cuerpo y la planta por tomar el control sobre el estómago y el hígado. Pero era tarde, los poderes de los espíritus habían empezado a dominar no sólo esos órganos sino también mi mente, mi realidad y mi subconsciente.

El portal a otros mundos se abriría para todos, el vigilante, con sus escasas herramientas, fabricaría humo de palo santo desde su olla para quienes entre ataques de arcadas expulsaban dolorosamente los pesos del cuerpo y el alma; también para quienes, cayendo en un precipicio onírico, se dirigían infinitamente hacia el fondo de la desolación. La nube de humo ofrecía un lazo para que, desde la profundidad, las almas volvieran a esta dimensión.

En el momento que empecé a vomitar, la humareda de palo santo me envolvió en su manto y me abstrajo del primer impulso de la planta por arrastrarme hacia lo desconocido. Cuando terminé de vomitar, volví a la fogata, pero ya no era el mismo, veía el mundo con otros ojos, los ojos de la ayahuasca. Me senté alrededor del fuego y me sentí de repente ebrio, perdido, sin control de mí, como un espectador en primera persona de una escena de psicodélico pavor. El piso se deformada levemente, adquiriendo un carácter de fluidez. Los colores no eran los mismos, eran más vivos y más móviles, cambiantes, líquidos y efímeros como los bordes de una laguna golpeada por suaves y lentas olas que van y vienen incesantes. Nunca creí que la realidad se me pudiera escapar tan fácilmente, que de repente, en cuestión de minutos, la existencia se redujera a un exacto momento y que ni siquiera pudiera ser protagonista de este. Que las ideas aferradas a la objetividad de la ciencia y a los preceptos de que lo único válido y existente es lo que se puede ver, tocar, oler y percibir con los sentidos, y además, ser físico, tangible y comprobable, se redujeran a un puro discurso, por supuesto inútil y falaz en ese momento. Me sentía incapaz de comprender y razonar el mundo en el que me encontraba. Así, sentí que la vida me había engañado, que me había sesgado siempre al descreer en lo mágico, que me había vendido una idea equivoca de lo real, pero ahora en esta otra dimensión, de por sí también real (porque si se vive, por supuesto existe en alguna dimensión), estaba ciego y a la deriva.

Desde ese momento la planta tomó control de mis sentidos, mis miedos, mis secretos, mi entendimiento del tiempo, del espacio y de la corporalidad. El ser que habitaba en mí, miró alrededor, sus ojos encontraron una pintura donde se encontraba un jaguar rodeado de un aura pintada con todos los colores del universo, caminando en un firmamento de eternidad, un Dios que examinaba el ritual desde el cosmos. El jaguar no solo miró directo a sus ojos, sino que entró en su mente. Me sentí débil.

“Cuentan mis mayores historias del tigre, que cuando caminas el territorio debes dar el paso seguro y firme, porque cuando el tigre huele tu huella sabe si hay miedo en ella”

Eliana María Muchachasoy Chindoy

Atemorizado por la mirada insufrible y penetrante del jaguar, me sentí profundamente observado. Me consideré minúsculo, con el ego disuelto. Así, vulnerable, tan abrumado que no pude sostener la mirada en la pintura, tuve que huir, mi espíritu se sintió presa de aquel poderoso predador. En la cosmogonía de los pueblos amazónicos, el chamán se fusiona con el jaguar cuando entra en el mundo cósmico de la ayahuasca. En palabras de (ACEG 2010) “El jaguar es la alegoría de la figura del chamán en su pensamiento, ese guardián, sanador, médico, guía, que viaja entre mundos, y, tanto en el relato como en la realidad, se funde en los límites entre lo humano y lo animal”.  Yo estaba en el territorio del jaguar, y es durante el ritual, en la noche, cuando él está más alerta. Para los Desana, indígenas de la cuenca alta del Vaupés, “el jaguar es el representante del Sol; simboliza la energía fertilizadora de la naturaleza; es el protector de la maloca y de la selva; por su color, está asociado con el fuego, y por su rugido, con el rayo” (Brezzi 2003). Todo el ambiente que me rodeaba, era el hábitat idóneo del jaguar.

Caminé hacia el tendido que tenía sobre el suelo, Sofía estaba acostada sobre un par de cobijas, cubierta con una manta hasta la cabeza, en un gran esfuerzo por ignorar lo que ocurría a su alrededor, esa atmósfera mágica y al mismo tiempo aterradora de música delirante, personas vomitando y luchando por sobrevivir a alucinaciones de toda naturaleza. Ella no sabía lo que vendría. Me acerqué a mi lugar y miré mis cobijas, a cada paso que daba, el yagé tomaba más control. Creí que estando en reposo y echado podría burlar ese estado fantasmagórico. Mientras me acostaba sobre el colchón sentí que fluía como una cascada de agua que caía incontenible sobre el piso. Los objetos tomaron vida, parecían tener una experiencia propia, las alteraciones de la percepción no eran únicamente visuales, sino táctiles y auditivas. La textura de las cobijas se asemejaba a la de un charco, huidizo. Me estaba tratando de cobijar con un torrente escurridizo de tela. Me hundí en el suelo, casi fluyendo a través de las rendijas de la madera, de los pliegues de las mantas. El sentido del tacto estaba completamente sustraído de la realidad, la visión se combinaba con mi palpación para darme la impresión de que los límites físicos de mi cuerpo estaban desplazados unos milímetros fuera de mí.



Dentro de ese mundo acuático sentía que me ahogaba, sólo habían pasado unos minutos después de acostarme y ya sentía que no tenía aire para seguir respirando, que tenía perdida la batalla por sobrevivir. Mis pulmones expresaban a través de gritos su impotencia por tomar oxígeno, pues el aire se convirtió en agua y eso estaba respirando. -Ahhhh… Aaaaahhhhh, ujj, ujj, hmmmm hhhmmmmmmm…- el agua me empezaba a invadir el aire y la cabeza y mis gemidos expresaban la negación por entrar al mundo de las visiones. Mi cuerpo se retorcía agitado de un lado al otro por la esforzada respiración.

Estaba observando una doble imagen distorsionada de mi cuerpo como si fuera una pantalla desenfocada, viendo y siendo al mismo tiempo. La materialidad corporal no existía, había una dimensión adicional en el espacio. Mi existencia dejó de ser lo que había sido por 29 años para ser y estar en otros mundos y mi subconsciente era el principal cómplice. ¿Pero cómo podría yo saber que ese era el subconsciente y no el consciente si el subconsciente jamás aflora conscientemente? Y yo me sentía totalmente consciente. Era justo entre este silogismo donde se disolvía lo real y lo fantástico, donde la planta me demostraba que era fluida, abstracta, efímera, relativa, fugaz, como el humo. No sé cuánto tiempo permanecí ahí tendido, sintiéndome como agua, en medio de pintas (visiones) que se afianzaron como la más irrefutable objetividad. Luchando por no caer en la desesperación, me rehusaba a ver lo que en efecto veía y a experimentar lo que sin duda sentía. Sentí que todo era insignificante y trivial, que estaba atrapado en medio de una pesadilla de colores, seres extraños, ataque de vómito, terror y pérdida de control sobre mí y mi situación.


Sueño de Yagé

“Taita yagecito limpia cuerpo, espíritu y corazón,
Abuelito canta, canta tu oración,
Abuelito pinta, pinta sanación”

Eliana María Muchachasoy Chindoy


El deseo de escapar me llevó afuera, al corredor, el vómito reapareció de nuevo, más severo que antes, no había nada que expulsar, tal vez sólo mis últimas defensas contra la planta. Tal vez pecado y demonios. Mientras arrojaba ruido por mi boca sentía una presencia detrás de mí, en esos cortos segundos de descanso entre arcada y arcada miraba hacia atrás y en medio de visiones coloridas y sombras difuminadas veía a alguien... ¿En realidad lo hubo? Sobre el césped donde soltaba mis fluidos amargos, veía lagartijas que se movían en medio de un estanque de hexágonos abigarrados. El miedo a la oscuridad y a la presencia imperceptible me trajo de nuevo a mi colchón, lo que vendría sería un episodio que describo como: el fondo del infierno, entre el abandono y la desolación.

Las notas repetitivas de la harmónica y los cantos ancestrales interpretados por el chamán se desplazaban entre el éter de humo de palo santo.

Abandono y muerte

En mi cama otra vez, entre las cobijas, perdido entre los pliegues de una manta, ahogado en mi mundo acuático logré ver en una fugaz aparición, al jaguar que me perseguía. Me criticaba mi debilidad, yo no estaba pisando firme y él lo sabía, yo lo estaba demostrando también, me enterré en el desespero de mis sábanas con el objetivo de huir de su mirada. Me sentí abandonado y aterrorizado, olvidado por todo el mundo en lo más profundo de mi desespero, ahogado por mis propios temores. Me desgarré la garganta gritando por ayuda - Ahhhh… Ahhhhh... ¡Ayuda! – por varios minutos, incesante mi voz se hacía cada vez más fuerte. Mientras me retorcía en mi lugar, multitud de visiones una tras otra aparecían reales como sueños vívidos frente a mí. Sueños que solo me dejaban descansar cuando las ráfagas de palo santo me ahogaban por segundos. Cuando abría mis ojos y veía la maloca en un estado de pasividad inquebrantable, eso no me consolaba en absoluto. Los gritos volvían – Aaahhh…. Ahhhhhhhhh, Dios, Dios, ¡Dios! -. ¿Dios?, ¿De dónde salía este llamado? Si hacía muchos años había decidido descartarlo de mi racionalidad. No en vano escribieron Hofmann y Schultes que pareciera que la idea de divinidad pudiera haber aparecido en la humanidad gracias al uso de plantas alucinógenas en los estadios más primitivos de la evolución de la especie, ya que estas permitieron al humano comunicarse con los espíritus o deidades. Esta comunicación por medio de una intensa despersonalización traía sanación o al menos respuestas a las inquietudes más enrevesadas, como otorgadas por un ser más sabio e inalcanzable.  

Pero ni siquiera el poder de las divinidades podía redimir este despojo humano, porque eran ellos quienes hablaban por medio de delirios al otro lado de la existencia. - Ayuda... Taita, taita, ahhh, ahhhhhhh. ¡Ciro!, ¡Ciro!... Ayúdame por favor – exclamaba con diferente intensidad, a veces suplicando, otras veces exigiendo. El ego estaba disuelto, cualquier muestra de arrogancia se había deshecho. - Ayúdame... Por favor... ahhhh ahhhh. Mamá, mamá, mamá -.

Eran gritos que jamás había expresado por que nunca mi espíritu (o consciencia) había estado a tal nivel de desolación y desespero. El Andrés mental estaba en agonía desde lo profundo del abismo. – Papá! papá… Sofía, baby… ¡amor!, amor, amor - me escuché diciendo entre palabras vibrantes mientras con los ojos bien abiertos observaba el techo de la maloca y al chamán interpretando su harmónica a la vez que mi cuerpo se distorsionaba hacia adelante tratando de encontrar una posición cómoda, como si eso fuera a terminar con el delirio. -Sofía... Amor... ¡Help me!... - repetía con la esperanza de que mi más fiel compañera y confidente me rescatara – Sofía, te amo… amor, amor, amor, aaaaahh – le supliqué aun sabiendo que le pedía involucrarse en algo que le había pedido se mantuviera al margen. Pero nada podía hacer ella, ni nadie. -Taita, ¡TAITAA!, ayuda, ayuda, ayuda – grité mientras el cuerpo se me derretía como mantequilla entre el fuego en ese misterioso paso de ser viviente a objeto. Ahí entendí lo que pudo haber sentido Jesús cuando le preguntó a su padre “por qué lo había abandonado”. Horas más tarde, cuando reflexionaba y recordaba con Sofía acerca de lo que había pasado esa noche, me confesaría que ella estaba enfrentando una de las más angustiantes zozobras. Que mientras me escuchaba en medio de ese terror pidiendo por ayuda, salió al pasillo de la maloca para evitar ver y escuchar mi “sufrimiento”, que se había fumado todos los cigarrillos que le quedaban y que le había pedido al taita que me ayudara a salir del mundo de los sueños. Él le respondió que ni él ni ella, ni nadie podía hacer nada, que era una lucha que yo tenía que dar y de la que tenía que salir por mis propios medios.  

Los gritos desgarraban el aire denso del ritual inundado por el humo de palo santo y la luz tenue de las velas prendidas por toda la maloca. - Mamá... ma... papá.... Iván... Ayuda, tengo mucho, tengo mucho… tengo mucho… -. Sofía me contaría horas más tarde que nunca finalicé la frase... En mis pintas yo sabía lo que tenía: una mezcla entre frio y miedo. Lo pensé, pero no pude decirlo, cada vez que entendía que tenía y que quería decir, las palabras se esfumaban después de unos segundos (o minutos) de alucinar alrededor de esa carencia... Todos en la maloca lo escucharon y yo recuerdo que pensé en ese momento, “Tengo mucho, tengo mucho miedo”. Tenía miedo de quedarme atrapado en ese mundo conmigo mismo. También sentía mucho frío.

Mis visiones aparecían y se esfumaban a una velocidad que no me permitía entender ni analizarlas. Invoqué al Taita Marcelino, la autoridad mayor en el linaje de los chamanes de la familia, quien había iniciado la tradición del yagé en la casa, el más poderoso de los taitas. Pero nadie vino en mi ayuda. La batalla tenía que darla sólo. Parecía infinita.

Un mundo selvático calló sobre mis pintas durante eternos eones... -ggggguuuuhhhhggg uhhhhggg...- el mono aullador que había visto en el Parque Nacional Tayrona y en los bosques de las montañas andinas en Risaralda, entró en mi mente y en mi garganta, se expresó a través de mis sonidos guturales. Aún los recuerdo. Después el oso de anteojos caminó durante algunos instantes frente a mí. Se le notaba calmado y apacible, como sin afán y sin destino. El jaguar una vez más -gggrrrrr grrrrrrr, Ahhh.... ahhhh – los gritos de desesperó tampoco cesaron. El caballo - bbrrrrr bbrrrr -.  Los animales se entremezclaban con el sufrimiento de haber perdido la identidad para siempre, de haber sido poseído por diferentes animales por el resto de la historia del mundo natural. “Plantas, animales, y humanos se funden e intercambian identidades con el ser en rápidos resplandores de transformación, y la conmoción de ese encuentro impregna todas las cosas […] Es en este reino de visiones donde el enorme ego humano se disuelve en la cara de verdades e interconexiones esenciales.”
(Stone 2012). El perro – buah, buah, buah-.

Los indígenas Camsá lo llaman pintas, porque viene en colores, como en pinturas. Las pintas me mostraron un grupo de indígenas, una mujer y varios hombres. Se encontraban en una montaña y estaban reunidos alrededor de una olla grande donde cocinaban plantas medicinales. Eso ocurría hacía varias décadas, cuando ellos empezaron a poblar esta parte alta del río Putumayo, estaban aprendiendo a preparar el yagé, a cocinarlo, cometían errores, pero estaban aprendiendo.

Las alucinaciones saltaban de una situación a la otra, obstinadas por mostrarme enfáticamente algo misterioso. Imploré por la ayuda de mi otra amiga, con el deseo de agotar hasta el último recurso, - Jessica, ayuda, ayuda… -. En algún momento, Jessica vino, la recuerdo bien, me dijo “tranquilo, todo va a estar bien, recuerda que es pasajero”, y se fue. Su imagen apareció como una salvación, un lazo que me retornaba al mundo de los vivos, efímero. Sus palabras me alentaron mucho, pero mi mundo de visiones mostraba otra realidad. Segundos más tardes me sentiría caer otra vez. Los impulsos del tánatos volvieron en forma de vómito, pesado y continuo, otra batalla contra la muerte, el guardián con su olla de humo trató de aliviarme varias veces. Logré sentarme y mirar a mi alrededor, supongo que eran alrededor de las tres de la mañana. Entre palabras que me costaron articular pedí un balde para poder vomitar desde mi colchón, no quería salir otra vez a enfrentar la oscuridad. La música del taita no cesaba, la armónica repetía sus mismos hipnotizantes y placenteros, aunque alucinantes tres acordes. Miré a Sofía, estaba acostada de medio lado dándome la espalda. Me preocupé por ella, sentí compasión y aflicción por ella. ¿Estás bien baby? No respondió. Tal vez sólo lo pensé, y no lo dije.

Volvía el vómito. – Uhhhhaaarrr, Uhhhhaaaaagggggrrrr, Ahhhh! Ahhh, Ttpppp – expulsaba saliva amarga, la bilis. Después de unos veinte minutos más, la intensidad decreció entre visiones cada vez más suaves y borrosas. Me hice unas cuantas bromas en la cabeza, no sé cuáles, pero sonreí. Bostecé largamente y me sentí muy cómodo, cálido, en una atmósfera tranquila, miré a mi alrededor y todo estaba en silencio, la luz era tenue, muchas velas se habían extinguido. Los últimos carbones de la fogata estaban aún ardiendo. Junto a ella se encontraba Ciro y Jessica, conversaban en voz baja, se percibía un ambiente de amistad. La música instrumental de ceremonia andina sonaba en un celular, en realidad solo se había detenido mientras el chamán tocaba su harmónica. Hasta ese momento lo percibí. Volví a mi.... de súbito las visiones acabaron y una sensación de liviandad y plenitud me invadieron. Una iluminación, el nirvana. Ideas claras, elucubraciones, entendimiento de lo que había pasado. Tranquilidad y paz, como si hubiera entendido el propósito de toda esa travesía. Cansado, sí, pero satisfecho. Por unos quince minutos permanecí como un observador hacia las visiones o sueños de un pasado lejano. Acá ya, otra vez en la calma, como quien mira en retrospectiva y ve los destrozos del huracán que pasó, pero valora haber vivido a pesar de la destrucción.

Un viaje al infierno y a las puertas de la muerte. Pero un regreso triunfal, con más sabiduría. El yagé es la planta que abre la puerta a los secretos del mundo espiritual, al subconsciente, la entrada a la naturaleza y a nosotros mismos, que en últimas es lo mismo.

Me levanté... Me dirigí al fuego, eran tal vez las tres y cincuenta de la mañana. Me senté en un banquito a calentarme. El taita se acercó y se sentó cerca de mí, se veía inmaterial y sublime iluminado por las sombras de las sutiles llamas. - ¿Qué tal? Pasaste la prueba - me dijo y continuó – …todas las personas ven pintas diferentes, depende de muchas cosas -. Me contó el método de preparación de la bebida y como ella misma los había guiado a través de las decisiones de su familia. - El yagé es la planta del entendimiento y la sabiduría, habla, pero primero limpia. La próxima vez verás otras cosas, ¿Quieres volver a tomar? -.

Seis horas más tarde, el taita me estaba haciendo una ceremonia de purga y sanación donde me impregnaba con aceites y esencias de plantas mientras con una lengua sincrética entre español Camsá le pedía a los espíritus por mi sanación física y espiritual. El proceso de sanación y limpia sólo estaba empezando.

Seis meses después… analizando en retrospectiva

Pensamientos recogidos y narrados desde un “nosotros”, después del diálogo con otras personas que también tomaron la ayahuasca

"Se aprende la exhuberancia de estar vivo cuando se enfrenta la muerte"

Mario Mendoza

La ceremonia de yagé es un evento puntual y puede durar unas cuantas horas. Sin embargo, es el punto de partida de un proceso más extenso, donde el entendimiento sobre lo que somos capaces de hacer y la reflexión acerca de nuestras ilimitadas capacidades mentales y espirituales se abren camino a través de los días. Desde el mismo momento de la experiencia de diálogo con la ayahuasca y a través de los días, semanas y meses después de ese memorable viaje a la raíz de la Madre Tierra y de nuestro inconsciente, aparece una nueva forma de discernir lo profundo de nuestro ser-pensar-sentir de la que no sabíamos antes.

Solo ahora, seis meses después de ese inolvidable veinte de febrero, los aprendizajes que me ha dejado la ayahuasca empiezan a tomar forma. Únicamente analizando en retrospectiva es que mi historia cobra sentido. Aunque durante las visiones del yagé, pudieron darse episodios de terror, angustia y desolación, incluso de arrepentimiento por haber emprendido esa búsqueda espiritual, debo hacer énfasis en la fortaleza y la determinación que la planta le ha dado a mi carácter y a mi personalidad, que, vistos desde el presente, hacen valioso el proceso de curación y sanación que tuve que atravesar. En conjunto, los problemas o retos de la vida diaria ya no son tan pesados como solían ser previamente, en cambio, ahora los puedo afrontar con mayor facilidad. También he aprendido a ser menos crítico hacia mí mismo cuando se trata de trivialidades, pues finalmente ¿Qué es tan importante al final en una existencia limitada por el tiempo? En definitiva, siento que tengo un conocimiento extra y una habilidad de conectar lo objetivo con lo imaginativo, que no hubiera podido adquirir de otra manera, una cualidad que me permite avanzar en la búsqueda de una vida más plena y más feliz. Y en este sentido, recientes estudios científicos sobre los efectos de las sustancias psicodélicas en la estructura del cerebro y de nuestros pensamientos han indicado que después de su uso, “la actividad cerebral se hace más compleja, rica y diversa, lo que en pocas palabras se puede entender como un incremento en la dinámica y la riqueza de las ideas y la imaginación” (ver capitulo al final de esta entrada “The Psychedelic Experience”).

Es justo anotar que mi experiencia es solo la mía, y que hay personas que reaccionan completamente diferente ante la planta, con visiones y viajes en el espacio-tiempo de una lucidez nítida, o diálogos con seres conocidos o desconocidos, pero con una alta carga de sabiduría, o, por otro lado, revelaciones y verdades iluminadoras. También, hay quienes vuelven a su rutina diaria y continúan siendo los mismos de antes.

El significado de la ceremonia con yagé y sus efectos posteriores sobre la personalidad pueden ser analizados desde dos perspectivas: su significancia social y su trascendencia personal. 

Existen prácticas tradicionales y ancestrales que marcan el paso de la adolescencia a la adultez en distintas culturas. Los Bukusu en Kenia someten al niño a una circuncisión pública donde amigos y familiares son invitados a ver el desfile del adolescente desnudo mientras ocurre la ceremonia. El pueblo Sateré-Mawé del noroeste de Brasil inicia la madurez después de un largo ritual donde soportan las picaduras de hormigas bala durante varias sesiones en un lapso de meses. Por otro lado, los niños Inuit o esquimales del norte de Canadá salen a la edad de 11 o 12 años a cazar con sus padres para empezar a acostumbrarse a la rudeza del clima ártico y a adquirir la destreza que el rol de hombre les asigna en su comunidad, esta práctica requiere al mismo tiempo que el chamán de la tribu ore con el fin de abrir la comunicación entre hombres y animales para conectar la naturaleza con los cazadores. Mientras tanto, los Maasai de Kenia y Tanzania duermen una noche en la intemperie del bosque antes de una fiesta con cantos, danzas y comida entre la que se incluye el consumo de sangre de vaca. Por otro lado, el pueblo que habita la isla de Pentecostés en Vanuatu, Oceanía, celebran el paso a la adultez y reafirman la masculinidad pormedio de una ceremonia donde los hombres tienen que construir una torre demadera entre 20 y 30 metros de altura de la que saltan con unas lianas amarradas a los pies (similar al Bunge jumping, pero sin cuerdas elásticas). Por último, los Algonquinos, nativos norteamericanos que se extienden desde el Norte de México hasta Canadá, van solos por varios días a cazar venados en el bosque como forma de probar que serán capaces de proveer alimento a su comunidad. Otro ritual de comienzo de la adultez que practica este pueblo, es el consumo de una bebida alucinógena llamada wysoccan, la cual causa una amnesia que puede hacerles olvidar su familia y amigos, toda su etapa de niñez, e incluso como hablar.

Lo que hay en común entre estos rituales de cambio de etapa o avance a la adultez, es el hecho de tener que pasar por duras pruebas físicas y mentales, a veces una aproximación a la muerte, otras veces una etapa de sufrimiento físico o estrés emocional nunca antes experimentado. El regreso victorioso después de estas pruebas implica un renacer, un cierre de etapa y un comienzo de otra que requiere mayor conocimiento y destreza. De acuerdo al profesor César Iván Bondar (Doctor en Antropología Social y Cultural del CONICET en Argentina), las experiencias durante los “rituales de paso” deben analizarse desde la perspectiva del contexto y no de la cultura del observador, ya que la significación del dolor o del sufrimiento para unos, puede representar placer o goce para otros. Lo anterior plantea la reflexión de la mística del yagé y su significancia ante nuestros ojos. ¿Son el vómito y los gritos un sufrimiento?, ¿o los podemos más bien entender como un período de curación y exorcismo? La última interpretación toma validez relevante si consideramos que es precisamente ese el papel de las plantas y el rol del chamán en la medicina indígena amazónica.

El paso a la adultez, es una práctica común que se ha desvanecido entre la evolución del mundo facilista y trivial actual y que ahora se expresa en ceremonias tan simples como los “quinceaños” para las adolescentes en América Latina, homólogo al “sweet 16th” en Norteamérica o incluso a una simple fiesta de borrachera para los adolescentes cuando cumplen 18. Ante este hecho surgen varias preguntas: ¿están las personas hoy en día preparadas para ser adultos?, ¿en qué se diferencian de un niño?, ¿sólo la edad, la apariencia y un documento? ¿y la madurez mental y espiritual donde quedó?

En mi caso particular, el viaje místico de la ayahuasca me ha venido llenando de vitalidad desde entonces hasta la actualidad. Los recuerdos de aquella noche vuelven a mí con frecuencia, ya sin miedo, ya sin el peso de la angustia, sino más bien con la consistencia de una experiencia de aprendizaje perdurable de por vida. La ayahuasca me ha abierto los canales del entendimiento hacia muchas dimensiones en lo intelectual, lo personal, lo emocional y lo espiritual, por supuesto, es un proceso de asimilación permanente, pero cada vez que tengo que analizar situaciones complejas en mi cotidianidad, o tomar decisiones sobre lo que se debe hacer y lo que no, siento que, en lo profundo, la planta me guía, mostrándome una luz para diferenciar lo trivial de lo importante.

En algunas ocasiones, cuando tengo que enfrentar retos que se presentan abrumadores, pienso en ese momento donde me sentí perdido en medio de visiones fantasmagóricas que parecían eternas. Entonces, esos retos (en el plano material y mental) se hacen tan insignificantes que son enfrentados con la calma, la fluidez y la paciencia que me permiten avanzar hasta superarlos. A la pregunta de si ¿podría aferrarme a otro momento de mi vida en el que haya superado una situación abrumadora para tomar fuerzas en los momentos difíciles actuales?, quizá respondería categóricamente que uno siempre tiende a tomar como referente el momento más duro de todos. Por eso, siento que las visiones del yagé y su travesía me han dado fuerza en los momentos de ansiedad.

Los ritos de paso o el cambio de etapas en la vida han estado ligados históricamente a un evento que transforma la mente o el cuerpo, a una prueba de resistencia y perseverancia. Ciertamente, en nuestra sociedad actual se nos hace imposible salir a cazar con el fin de probar nuestra idoneidad para el paso a una nueva etapa. No obstante, lo que si se hace relevante es la importancia de llevar a cabo un ritual o práctica que nos prepare para asumir una nueva fase de nuestras vidas. Ese ritual de cierre e inicio fue para mí la ayahuasca. 

Lectura adicional y fuentes:

https://www.nationalgeographic.com.es/mundo-ng/grandes-reportajes/paso-nino-hombre-distintas-culturas-siglo-xxi_11175

https://www.globalcitizen.org/es/content/13-amazing-coming-of-age-traditions-from-around-th/

https://www.askmen.com/top_10/entertainment/top-10-male-initiation-rituals_5.html


 Referencias:

-       Asociación de Centros de Estudios Gnósticos, Antropológicos, Psicológicos y Culturales (ACEG). 2010. El mito del tigre en las culturas indoamericanas. Bogotá: ACEG.
-       Brezzi, Andrea. 2003. Tulato: ventana a la prehistoria de América. Bogotá: Villegas Editores.
-       Schultes, R. E. & Hofmann, A., (1982) Plats of the Gods, Origins of hallucinogenic use.
-       Stone, Rebecca. 2012. The Jaguar Within: Shamanic Trance in Ancient Central and South American Art. Houston: University of Texas Press. 


Para expandir en el tema:

-        Qué busca la gente que toma ayahuasca o yagé: https://www.bbc.com/mundo/noticias/2014/04/140430_salud_ayahuasca_yage_propiedades_gtg










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