viernes, 3 de diciembre de 2021

Capitulo 1: Diego Olave - "La Morra"


Diego tiene 30 años, es solo unos cuantos meses menor que yo. Lo conocí en el colegio cuando teníamos tal vez 13 o 14, cursábamos octavo grado. Todos los estudiantes de nuestro salón habíamos elegido como especialidad técnica los sistemas y la computación. Diego, junto con otros tres compañeros: Monastoque (Monas), Mejía y Mendoza eran los únicos que pertenecían a la especialidad en Modelería. Por esa razón, ellos eran de cierta manera unos intrusos. Pero se adaptaron bien, se integraron, eran como hermanitos en adopción. Excepto Mendoza, esa es una historia aparte que merece libros enteros. 

No fue difícil hacer complicidad con Diego, encajamos muy bien. Compartíamos gustos por muchas cosas y nos encontrábamos en etapas similares de la adolescencia. Buscábamos lo mismo: pertenecer a un grupo que se estaba empezando a consolidar, explorar música que nos hiciera diferentes de quienes considerábamos solo gente común y corriente, montársela a los demás y pasar materias con el mínimo esfuerzo: sin estudiar. Uno de nuestros pasatiempos favorito era ponerles apodos a los profesores, hacer chistes y cagarnos de la risa, en pocas palabras, exprimir la diversión. Aún nos acordamos del apodo del profesor de matemáticas, “Paco pistolas”. Se lo ganó gracias a su parado con una postura donde sus caderas estaban mucho más adelante que su espalda, con las manos en los bolsillos al estilo de un pistolero del lejano oeste a punto de desenfundar sus revólveres colt 45. “Medio mundo” era la profesora de inglés, tenía unos kilitos de más, una cuestión de percepción. A medio mundo la reemplazó “La Muppet” a mitad de año. Nada importaba de verdad. 

Uno de los primeros vínculos que creamos con Diego fue comercial. Yo solía vender dulces, chicles, chocolates y también de esas gelatinas que venían en vasitos de plástico pequeños en forma de medio ovalo y que años después sacaron del mercado, porque supuestamente eran peligrosas para los niños. Que estupidez. Yo hacía negocio con cualquier producto que fuera barato y que encontrara en los locales de la Plaza España, en el centro de Bogotá, a tres cuadras del colegio. Diego era uno de mis principales clientes, casi que, de los mejores, un comedor de mini bum y squirts excepcional. Así nos fuimos acercando. En medio de las clases me hacía pedidos de 5 minibums, 2 squirts, una chocolatina Quimbaya, todo en combo. Le gustaba hacer mercado en variedad. No sé cómo hacía para comer tanta azúcar. Él me enviaba el dinero a través de los compañeros del salón, pasando de mano en mano, 800 pesos o alrededor de una luca, ya era una buena venta. Yo le despachaba el encargo en una cartuchera de la misma manera o a veces, cuando el profesor daba la espalda, lo lanzaba por encima de las cabezas de todos los que estuvieran en medio. En una ocasión, el profesor de Español, un santandereano de disciplina soviética y línea socialista llamado Víctor Sinuco, vio la cartuchera volando de lado a lado del salón. Ese acto fue suficiente para una citación de acudiente y una anotación en el observador del alumno con la célebre frase “el amigo lanza misiles”, o tal vez “el amigo lanza proyectiles”. 

No se si era una sorprendente coincidencia o era el poder de atracción entre dos personas que se caen bien -o tal vez mis dulces-, pero casi siempre estábamos sentados cerca, atrás y a la izquierda, en uno de los rincones del salón de 8°F, lo más lejos posible del escritorio del profesor. Aunque la mayoría de las veces había competencia por tomar esos puestos, había un silencioso pacto donde todos acordamos tomar posiciones determinadas, cada uno con su parche. Los lambones a un lado, los ñoños al frente, las gonorreas como nosotros atrás, aunque la verdad éramos los mejores en todo. Eran lugares privilegiados para la vagancia. Lo único realmente importante era que esos puestos siempre estuvieran ocupados por nuestro combo, que no eran pocos en realidad. En un principio variaba el número, estábamos empezando a consolidar complicidades. Por lo tanto, ya se imaginarán, Diego era vago, pero un buen vago, de los astutos, de los que no necesitan esforzarse mucho para sacar buenas notas, de los originales. Porque tiene suerte y tiene inteligencia. De los que frecuentamos llamar vagos en contraposición del lambón que se esfuerza por agradar al profesor y de joder a los demás. Los buenos vagos cambian el mundo, los lambones se pudren en un escritorio durante 50 años por un buen salario hasta que se pensionan. 

Sus amigos le tenemos un apodo de cariño, lo llamamos Morra, o La Morra cuando hablamos de él en tercera persona. Debe haber varias versiones sobre el origen de este sobrenombre. Yo me acuerdo bien de mi versión. No sé por qué tenía fama de contar con un miembro grande. Cuando se estudia en un colegio masculino, mucho del diario vivir gira en torno a la masculinidad, la sexualidad y los falos. No teníamos tabúes al respecto. Creo que, desde esa época, establecimos el tema de la sexualidad como uno esencial en nuestras reuniones. Las conversaciones podían sobrepasar cualquier nivel de aberración y nadie se quejaba. Diego tenía esa fama, tal vez era su recurrente apología a situaciones sexuales, de las que todos hacíamos eco y reíamos. No es que él fuera una fuente de perversión y morbo, todos lo éramos, pero sencillamente él siempre estaba presente. Recuerdo que cuando nuestro grupo de amigos conversaba durante los descansos, Diego llegaba de la nada, rompiendo el hielo y rompiendo el circulo de la reunión mientras gritaba “Morronga! Morronga!”, agarrándose su “gran” miembro por encima del pantalón y balanceando su cintura hacia adelante con movimientos sexuales, amenazándonos con darnos “morronga”. La seriedad de cualquier charla podía ser interrumpida por la intempestiva intromisión, pero la hilaridad de la situación hacía que los cambios de clases fueran espacios de diversión. Desde ahí lo conocemos como Morronga, y después y para siempre solo como La Morra, incluso luego de los pocos meses que su baile sugestivo quedó en la historia. 

Con Diego compartíamos una pasión por la música, empezábamos a explorar diferentes géneros del rock y cada vez nos atrapaba mas la frescura y la rapidez del neopunk de Blink 182, la intensidad y desenfreno de los Guns N´ Roses, la majestuosidad y limpieza de Metallica y en general el estilo de vida que representaba escuchar rock en una sociedad entregada a la salsa, el vallenato, el merengue, el despecho, las baladas y el naciente reggaetón. Ser rockero significaba ser un outsider, ser original y único. Leíamos las biografías de las bandas. Nuestra única fuente de información era el incipiente internet de los troglodíticos computadores de la biblioteca del colegio. Cuando teníamos clases de informática no perdíamos el tiempo en prestar atención a los mediocres profesores que sólo se sentaban a ver porno. Buscábamos música y la descargábamos con programas de torrent como Ares o Limewire. En esas clases de informática nos sentábamos a ver videos de Iron Maiden, Megadeth, Ramones, y muchos otros grupos que alimentarían con bandas sonoras episodios de nuestra vida. En pocas palabras, compartíamos álbumes, letras e historias rockeras. Diego tenia una ventaja, su hermano mayor llevaba un recorrido más largo en la historia musical. Libardo escuchaba metal para esa época, y Diego me contaba las historias locas de su hermano. Unas odas que alimentaban nuestra admiración por la vida del rock and roll. Cuando hablábamos de alguno de sus tres hermanos, para que yo no los confundiera les pusimos apodos característicos, bautizamos a Libardo como “El Metacho” y al otro como “el culión”, ya se imaginarán por qué. A pocas cuadras del colegio existía un centro comercial de mala muerte. El “shopping center” se dedicaba casi que exclusivamente a la piratería de música y películas. De ahí conseguimos nuestros primeros discos, que después grabábamos en mp3 o “quemábamos” en el único computador de la sala de sistemas donde se podían copiar discos.  

Diego cargaba y aún carga un peso de tristeza y melancolía en su alma. La oscuridad cayó sobre su hogar en algún momento y no fue fácil vivir con ella. Él no hablaba mucho de ese tema. La única vez que me contó fue suficiente para entender su universo mucho mejor, y creo que desde ahí me siento más cercano a él. Miller, su hermano mayor se quitó la vida en su cuarto, se disparó en el pecho. “Era posiblemente el medio día, todos estábamos en el primer piso cuando escuchamos el disparo”, me recordó Diego en una conversación 17 años después de tener ese primer dialogo acerca de su hermano. Miller no pudo soportar la persecución de los espíritus sombríos ni de la brujería que alguien había arrojado sobre la familia, y de la que Miller sufrió lo más profundo de las consecuencias. Desde entonces, nadie en su casa volvió a ser el mismo.  

Carolina -una de mis mejores amigas durante la adolescencia- conoció a Diego en alguna de esas reuniones o eventos que ocurren entre grupos de niñas de colegios femeninos y grupos de amigos de colegios masculinos. Caro me decía que cuando vio a Diego la primera vez, le pareció que era el más guapo de todos. Estaban jugando pico botella, y todas las chicas querían besar a Diego, solo una tuvo el privilegio. Hasta muchos años después de ese tarde de juego, Carolina todavía ponía ese tema de conversación. Ella siempre me preguntaba por Dieguito, y eso que solo lo vio una vez y tal vez no hablaron mas de un par de minutos. Increíble el poder que Diego tenía sobre algunas chicas. 

Recuerdo una experiencia memorable de los momentos que Morra y yo pasamos juntos. Estábamos cursando 8º grado y la profesora de inglés, a quien apodamos La Muppet -por su cara arrugada y afelpada como de rana René-, nos dejó como tarea aprender una canción en inglés y cantarla en frente de toda la clase y de otros cursos invitados. Por supuesto, la música nos unió una vez más. Nuestro grupo estaba compuesto por La Nicua, La Geisha, Morra y yo. Cantamos “Don´t cry” de Guns N´ Roses. Nunca se me olvidan esos 5 minutos de gloria en la tarima, sintiéndome como un rockstar, saboreando el placer de la atención y la fama. Queríamos cantar en bóxer, como Axl Rose, pero nos censuraron. Éramos unos jóvenes vanguardistas en una jaula de profesores seniles y conservadores del Instituto Técnico Central de La Salle. Terminamos arremangándonos los jeans hasta los muslos. No sé qué estaría pensando Diego, pero ahí estuvimos juntos. 

Cuando estábamos en 10º grado, Diego y yo teníamos una relación afianzada. No éramos los mejores amigos, pero estábamos incondicionalmente en momentos complicados. Los últimos meses del año yo había empezado a salir con una chica, era mi primera novia, se llamaba Carolina (no la que estaba secretamente enamorada de Diego, otra, el 30 % de las viejas de esa generación se llaman Carolina). Ella estaba en primer semestre de universidad, estudiaba Comunicación social y periodismo en Inpahu y le gustaba el Death Metal. Una vez me invitó a su casa a escuchar el álbum “Jahve Karma” de Kilcrops, 10 canciones de una descarga brutal batería. desde ahí me escucho ese álbum cada vez que quiero limpiar mi vida de tristeza. Solo Diego podía entender lo que era tener una relación con una metacha, de maquillaje con sombras negras y botas punta de acero. Por eso elegí a Morra como mi confidente. Fue una relación intensa. Nuestro primer beso fue en la última fila de una buseta que cubría la ruta San Fernando – Santo Domingo (Ciudad Bolívar), la 621. Transcurría un eterno trancón por la carrera décima hacia el sur, entre calles 15 y 10, el puro San Victorino. Hacía un calor sofocante, que aplastaba todavía más estando entre esa caja metálica que se movía entre el incesante ruido de mil pitos de bus y el smog entrando por las ventanas. Eran las 2:40 de la tarde. Yo estaba recostado sobre las piernas de Carolina mientras el mundo pasaba a nuestro alrededor, ella me besó. Yo tenía 15 años, y ese era mi primer beso con amor. 


La Morra y yo en en el último año de colegio en 2007. Años de abuso en el uso del gel y la ropa negra en el uniforme.

Aunque la Morra no fue parte del desarrollo de mi relación, si lo fue de su final. Nosotros hablábamos sobre ella, porque de cierto modo, ser rockero y salir con una metalera, más aún mayor, era algo de status, yo me sentía en la cima del mundo. Ese noviazgo no duró mucho, el 22 de diciembre de 2007, 4 meses después de nuestra primera conversación en la buseta, Carolina me llamó desde Medellín, en donde estaba de vacaciones visitando a su familia. Me dijo que “eso era todo”, que ya no quería estar conmigo. Mi mundo se derrumbó. Mi primer desmoronamiento emocional. No tenía de que agarrarme. Mis vacaciones siempre las pasaba solo, mi madre trabajó incansablemente durante 20 años para darme a mí y a mi hermano una buena educación, comida y techo. Mi único apoyo fue morrita. Lo llamé desesperado para consolarme y el estuvo ahí. Me dijo -pues venga marica acá a la casa y nos tomamos algo y me cuenta que pasó-. 

Ese día yo vestía un pantalón de jean entubado, que recién había recogido del sastre. El modista lo entubó tanto que tuve que hacer un gran esfuerzo para ponérmelo, no podía ni siquiera flexionar las rodillas. Era mi etapa punk y hacer amistad con Diego (un metacho) era “prohibido”. Punks y metachos no se mezclaban, pero nuestra amistad nació cuando los dos éramos de todas las subculturas y escuchábamos todo tipo de música. El sectarismo musical era una característica de esa generación que vio nacer el reggaetón y que inauguró los primeros pasos del baile. Toda la radicalidad se iba al piso cuando en una fiesta se daba el chance de perrear con una chica. Morra era un contradictor ortodoxo del reggaetón, hasta que llegaba la fiesta del viernes. Era singular ver a alguien vestido completamente de negro bailando este monótono ritmo tropical. Ese pantalón entubado, que me hacía ver más como un muñeco de ventrílocuo, en palabras de mi mamá, fue tema de conversación durante toda la tarde. 

Solíamos tomar vino en caja -de la Vinaja-, era la bebida del rockero, especialmente del metalero, un moscatel dulcísimo que daba unos guayabos suicidas. Cuando fui a visitarlo, nos sentamos al frente de la casa, en el anden, con nuestras espaldas recostadas sobre la pared de la fachada verde claro. Diego sacó el equipo de sonido, de esos antiguos de dos bafles, y lo puso sobre el concreto. Escuchamos varios discos, de las últimas adquisiciones piratas del Shopping Center o del San Andresito de la 22. Uno de los álbumes más escuchados esa tarde fue el Puritanical Euphoric Misanhtropia de Dimmu Borgir. Diego tenia su canción favorita, Burn in Hell. Yo solo quería escuchar Mourning Palace del álbum Enthrone Darkness Triumphant, se la hice repetir varias veces. Los vecinos nos miraban raro.

El apoyo emocional de morrita me ayudó a tener un duelo rápido. Desde ese entonces empecé a entender que el consumo de alcohol en situaciones traumáticas y en buena compañía puede llegar a ser terapéutico. Un ejercicio de catarsis que no necesita perfeccionarse ni repetirse, sino que debe ocurrir una sola vez, de lo contrario se vuelve dañino. No se trata de ahogar las penas en alcohol, más bien de hacer trivial algo a lo que le damos mucha importancia y que ya debería quedar en el pasado porque nos está trayendo dolor. Para superar un amor perdido en una sola noche se necesitan solo tres cosas: una buena borrachera, la música favorita y un cómplice con las palabras y consejos oportunos. Diego fue el primer hombro sobre el que lloré una pena de amor. 

Ir a la casa de Diego desde la mía era una aventura. Pero más lo era volver. No vivíamos lejos en realidad, pero nos separaba una de las comunas más peligrosas de la ciudad, Ciudadela Sucre. Y es que hay que empezar diciendo que yo vivía en la cima de la montaña de Altos de Cazuca, en el barrio Santo Somingo y Diego en la parte plana, en Bosa Piamonte, otra localidad donde también se amontonan las clases trabajadoras de la ciudad. Para llegar a su casa yo tenía que caminar 12 cuadras hasta el paradero de unos pequeños colectivos, viejos pero estilizados. Eran muy similares a las van donde algunos grupos de mariachi viajan brindando serenatas en fiestas de cumpleaños y de quinceañeras. Eran pequeños colectivos de aspecto lúgubre, el pasaje costaba 600 pesos en 2005. El recorrido era corto, pero con alta probabilidad de ser mortal. Bajando de la montaña habían pendientes de 45 grados y antiguos huecos de cantera donde ya varios colectivos habían terminado por fallas mecánicas. Sobra decir que las calles no tenían pavimento y que si estaba lloviendo, ese viaje era una sobredosis de adrenalina. Había gente que rezaba el rosario mientras duraba el descenso.

Pero quien vive con miedo a morir no disfruta la belleza de la vida y de ahí, entre más cerca se esté de la muerte, se es más susceptible de ser asombrado por la fogosidad de la existencia. Por eso visitar a Diego era una experiencia de vida y muerte. La primera vez yo tendría unos 14 años. Él me recogió en el paradero de Soacha, La Despensa y empezamos a caminar hacia su casa, mientras que conversábamos, yo me dejaba sorprender por lo interesante de conocer nuevas calles, entre barrios que como dejavú, parecían recordarme otros lugares. La Bogotá de la clase popular se ve toda igual. Un mar de casas rectangulares de 2 y 3 pisos añadidas una a la otras y creciendo verticalmente a medida que la familia lo hace. En el primer piso hay casi siempre un negocio. Así es Bosa. Era como viajar muy lejos pero a pequeña escala. Cruzamos un cementerio. Era misterioso y muy extraño que hubiera un cementerio ahí en medio de las zonas residenciales, haciendo parte del vecindario como si a nadie le importara que los vecinos estuvieran muertos.

La primera vez que dormí en la casa de Diego, sentí una emoción incontenible, era como visitar una réplica de mi hogar, pero con una mamá acosteñada y morena. Dentro de nuestro grupo de amigos, todos éramos hijos adoptivos de las madres ajenas. La casa era impecable, en 2022 todavía lo era. Su madre Doña Nelcy, una santandereana de Barrancabermeja con acento bien marcado, me recibió y me acogió como a un hijo. Me empezó a llamar Tanga, como me llaman mis amigos. De hecho, fue así como Diego me presentó, - Nelcy, él es Tanga- le dijo. -Hola Tanga- replicó ella. - ¿Quiere alguito de tomar? Hay gaseosa, jugo de guayaba hecho o le puedo preparar juguito de tomate de árbol-. Eran las frutas con las que crecí, las del pueblo, locales, siempre baratas independientemente de las sequias o las inundaciones. En Colombia siempre hay guayaba y siempre hay tomate de árbol. Y en una casa del sur de Bogotá, de familia trabajadora, el sabor de estas frutas es el recuerdo de nuestras madres en sus cocinas. Desde ese entonces, mi relación con Doña Nelcy esta intermediada por grandes y sabrosas comidas. Por eso el hogar de Diego, a pesar de no visitarlo con frecuencia, me hace sentir como en un refugio seguro. 

Doña Nelcy estaba casada con un militar pensionado quien después de 20 años de servicio había logrado ascender al rango de sargento viceprimero, el señor Libardo, el padre de Morra. Con él solo intercambié un par de palabras alguna vez, el saludo. Era un señor serio y solitario, de apariencia elegante y altiva en su forma de vestir y de andar. Mostraba un aire de típico papá nacido en los 50 a 60s, pero con más solemnidad. Se vestía de camisa manga larga, pantalón de lino y una chaqueta o saco. 

La noche de esa primera vez que visité a Morra jugamos en el Xbox por varias horas, fue divertido. Era el único amigo que tenía consola y me invitaba a jugar. Ese día, como muchas otras ocasiones, hablamos de música con fluidez. Nos contamos todo lo que sabíamos de las respectivas bandas con las que estábamos enganchados. Diego y yo habíamos empezado a escuchar Black Metal para esa época, él me mostró una pequeña colección de álbumes que hasta ahora estaba tomando forma con grupos como Dimmu Borgir, Burzum, Marduk, Immortal, Emperor, Darkthrone y otros más provenientes de Noruega, Finlandia, Suecia y otros países de eternos inviernos y personalidades introspectivas. Nos sorprendió la noche comiendo maíz pira y viendo una película de zombis sobre un colchón en la sala. Creo que no la pudimos terminar de ver, menos mal el CD se rayó, y no pasaba de cierto minuto. De todas formas, el miedo me ya poseía y no me dejó conciliar el sueño fácil. La película se llamaba “El amanecer de los muertos”. 

Cuando empezamos a ir a toques de rock, nos invitábamos el uno al otro. Recuerdo uno en particular. Diego me contó de un festival llamado “Bosa: la escena del rock”. Ocurrió en uno de los cientos de barrios que tiene la localidad de Bosa, en un parque llamado Chiminigagua, que era más bien un polideportivo con canchas de microfútbol y baloncesto, y tal vez un CAI de la policía en la esquina. Por supuesto, no faltaba nunca una caja de vino de la vinaja. A nuestros 15 años, no perdíamos la oportunidad de meternos a un pogo a empujar y lanzar puños y patadas desenterrando la frustración de una adolescencia existencial. 

En Agosto de 2017 emigré de Colombia para estudiar en Alemania. Dejar amigos tan cercanos, tan íntimos, y de tanta complicidad no fue fácil. Una parte del que se va de su país siempre se queda, es lo que nos hace volver. Hay una voz que todos los días nos martilla el subconsciente diciéndonos “¿Qué haces aquí?. Crear un nuevo grupo de amigos o tratar de entrometerme en los que ya estaban hechos en Alemania no fue una tarea de días, incluso después de varios años aun siento que no pertenezco a este lugar. Fue refrescante cuando Diego vino a visitarme. Su empresa lo había enviado a una capacitación a Alemania y él tomó unos días de descanso extra para visitarme. Nos encontramos en un café de un centro comercial de Darmstadt. Esa noche mi turno en el supermercado se había alargado más de lo programado y él llevaba horas esperándome mientras se tomaba una cerveza. Esa noche sentí que estaba en casa, nada era diferente a mi añorada Bogotá. El hogar no es un espacio físico, es un estado espiritual. Diego me trajo mi hogar por unos días. 

Diego fue el primer amigo que conoció a Sofía, mi compañera de camino desde esa época. Sofía lleva dentro de si una hospitalidad y una calidez inalienable que parecen ser genéticas. Es una griega con el esplendor de las esculturas y la sabiduría acumulada por su pueblo desde la época de los primeros filósofos clásicos. Sofía también merece tomos enteros. Es una de las personas mas completas que conozco y de ahí que encajamos muy bien. Ella complementa mi incompletitud. Sofía estaba muy contenta de conocer a Diego, era como ver una prueba fehaciente de que todas las historias que yo le había contado de mis años ñeros en Colombia eran reales. Los tres juntos visitamos el castillo Alsbach, una de esas fortalezas de la edad media donde habitaban las familias poderosas y los reyes entre muros de piedra. Era casi que un escenario para un concierto de metal nórdico, por eso no dudé en llevar a Diego cuando pensamos donde gastar un frio día de otoño. Las torres de vigilancia del castillo tenían más de 40 metros de altura y estaban hechas en piedra maciza construidas a principios del siglo XIII. Las enormes puertas de madera a la entrada y la infranqueable topografía le daban un aspecto de cuento de los hermanos Grimm junto con película desenvuelta en la Tierra Media de Tolkien. Todo era un escenario nunca antes imaginado para un reencuentro de amigos del sur de Bogotá. 


                                 Diego, Sofia y yo en la torre del Alsbach Schloss (2018)


A inicios de 2021, una inesperada enfermedad se manifestó con todo el peso en el padre de Morra, llevándoselo de forma súbita en menos de dos semanas. “Es duro pensarlo, pero yo siento que mi papá se va a ir” me dijo Diego un lunes, cuatro días antes de que don Libardo falleciera en el Hospital Militar de Bogotá. “Espero poder verlo más tarde y despedirme” me contó mientras él conducía su bicicleta de camino al hospital a visitarlo por última vez. Eran tiempos donde visitar un enfermo en los hospitales era casi imposible debido a las restricciones impuestas por la pandemia. Diego se pudo despedir de su padre. Sus cenizas reposan en paz junto a un árbol de flor morado (Tabebuia rosea) en el suelo que lo vio nacer, en Chipatá, Santander. Ahora, Don Libardo continúa el ciclo de la vida desde otras formas que nunca los “vivos” seremos capaces de comprender. 

Hay algo que realmente admiro de algunas personas, y es la capacidad de dejar una vida conforme y rutinaria atrás e iniciar un camino hacia la libertad, hacia la realización de los sueños. En pocas palabras, renunciar a lo que se supone que se debe hacer para hacer lo que se desea. Hay algo de romántico en eso, desafiar la sociedad y desafiarse a uno mismo. Después de trabajar durante 5 años en una empresa de ingeniería y a pesar de tener un buen salario y una posición fija en un país donde tener un empleo es ya un privilegio. Diego renunció a su “cómoda” oficina y a su estilo de vida de clase media privilegiada, con apartamento independiente en el norte de Bogotá y solvencia económica, para volver a vivir con la ya fragmentada familia en la casa que los vio crecer una vez a todos juntos. Apartarse del camino habitual para explorar otros desconocidos requiere de valentía y amor propio. Yo siento que Diego aprendió que el tiempo es muy valioso y la vida es huidiza como para gastarla en labores que no generan satisfacción. Y como ya había perdido la alegría en su trabajo desde hacía varios años, decidió renunciar con el proyecto de iniciar una maestría en Astronomía en la Universidad Nacional. Al parecer los 5 años de experiencia en el mundo de la ingeniería de fluidos y las bombas no tenían comparación con el estudio del universo y sus orígenes. Que cambio y que coraje. Me llena de alegría que Morra sea dueño de sus propias decisiones y que esté conectando su hacer con su pasión. Yo creo que faltan personas así en este mundo.   

Diego sabe que es el sufrimiento, la muerte lo ronda desde su niñez. No solo a sus seres queridos. También a él. A comienzos del 2018, una bacteria llamada Helicobacter Pylori colonizó y atacó su estómago produciéndole una gastritis crónica que hizo que perdiera peso drásticamente debido a una incesante diarrea, agravada por el tratamiento con antibióticos y los estragos hechos por la bacteria. Debido a la medicación tan agresiva que recibió, su cuerpo quedó muy débil y tuvo que afrontar dos hospitalizaciones a causa de infecciones en la piel. Un panorama muy sombrío. La apariencia de su semblante mostraba las señales de agotamiento y de meses que envejecen como multiplicados por cinco. 


Cuatro días después de caerse y rasparse el brazo durante un juego de futbol 5, una bacteria colonizó su brazo aprovechando la debilidad de su sistema inmune.

Hoy su sistema digestivo no tiene el mismo aguante que solía tener años atrás. Su pasado de alegra omnivoridad yace allá -en el pasado- y toda la angustia que trae la existencia es somatizada a través de su sistema digestivo. Han sido años enteros de recuperación, de largas dietas, de volver a tomarse una cerveza con un trozo de carne durante un asado -aunque con recelo- y después enfrentar una recaída por meses. Nada nos adolece más el espíritu que tener la salud deteriorada y no poder disfrutar cosas tan simples como una comida. Por eso yo siento que Diego es un guerrero de la vida desde la oscuridad. A través de miles de encrucijadas por las que ha atravesado, se ha abierto espacio hacia el conocimiento de sí mismo y la sanación mental y física. A finales de 2018, empezó a caminar las sendas del yagé en un intento por descubrir la raíz de preguntas sin respuestas. Después de sus experiencias, Diego me prendió la curiosidad que me llevó a la exploración de la medicina ancestral de los pueblos amazónicos. Desde ahí, Morra se encuentra en un proceso de reflexión y entendimiento que transmuta con la fluidez del tiempo, al igual que yo.

Es por eso, que, en momentos de debilidad, tristeza y de depresión como el que estoy atravesando, es útil abstraerse de uno mismo. La depresión es un estado mental egocéntrico por que se centra en la percepción personal de las situaciones y en lo negativo de la propia existencia. A veces pareciera ser un estado mental de constante sinsabor, sin razón aparente que se expresa en una honda desconexión del entorno. Los psicólogos afirman que la depresión aparece cuando el individuo pierde los lazos que lo unían con su entorno, con su comunidad. Por eso se expresa en un aislamiento cada vez más difícil de romper. En momentos de depresión, hay que alzar la cabeza y mirar las posibilidades más allá de los muros que encierran el cuerpo físico.

Tal vez si miramos un poco alrededor, podemos encontrar fortaleza en la vida de otras personas. Entender que no somos los únicos que pasamos angustia o que nuestras situaciones no son las peores puede darnos consuelo. Recoger fuerza de las experiencias de nuestros amigos y conversar con ellos acerca de como salieron victoriosos de ellas es uno de los mejores antídotos para los momentos de debilidad. Es por eso, que pensar en La Morra me da fortaleza, y es por eso que quiero que nuestra amistad siga cultivándose, a pesar de la distancia, él siempre está en mis pensamientos. Su vida, que es la mía me recuerda que la felicidad se encuentra en el simple hecho de existir con la persona indicada para compartirla.

Diego y yo en 2018 durante nuestro reencuentro en Darmstadt, Alemania.



Jena, 30 de octubre de 2021

Actualizado el 5 de mayo de 2023, Irvine, California

Complementado con apuntes de La Morra