domingo, 23 de septiembre de 2018

Todo lo que necesitas es… drama


¿Que los colombianos somos dramáticos? ¡Claro que sí!  nuestra vida es un drama, nuestro entorno es un drama, el diario vivir es un drama. Cuando salgo de mi casa mi mamá me bendice con todos sus santos para que no me pase nada, en la esquina me pueden violar, matar o atracar; o también me puedo enamorar, o ver el sufrimiento de otras personas, a veces también encuentro situaciones que me conmueven y me incitan a tener esperanza, a entregar lo mejor de mí con la fe de que trascenderá y hará del mundo algo mejor. Me han pasado varias de esas situaciones, hay suspenso en cada cosa que emprendo.

El trabajo es un thriller, pasa de todo en esas oficinas, romances aquí y allá, a veces hasta uno que otro me toca; la política es una tragedia y una comedia al mismo tiempo; la Universidad me tortura a diario desde hace 2 años cuando decidí iniciar la tesis, y eso que no les cuento los años en que yo me enamoré de ella, es una relación amor odio; ahora, siento que me está matando lentamente. Mi relación sentimental es bien emocional y visceral, y hay celos, desamor, reconciliación, amor otra vez, si mi novia no me cela me siento extraño y hasta no querido, como cualquier novela, y es que crecí viendo teatro en vivo y en directo desde cualquier parte de mi casa, con mis padres como protagonistas. Es un drama... parce, lo que pasa es que me crie en un entorno donde siento que puedo morir en todo lugar, en el Transmilenio, en el supermercado, hasta en la universidad – como cuando había protestas estudiantiles en ese no lejano 2011 y la policía entraba a disolver las reuniones con gases lacrimógenos y bombas aturdidoras-. Claro, en el gobierno de Uribe sí que sentía que me estaban chuzando el teléfono y que a cualquier momento me desaparecían, fueron 8 años que se volvieron 8 más con su ministro de defensa como su sucesor en la presidencia y ahora son 8 más con su nuevo esclavo político. ¿Muchas películas?, que va!, el drama de vivir en Colombia, y es que todos los días me están vulnerando el derecho a la vida, no confío ni en mi propia sombra, a veces siento que me persiguen, y de hecho hace unos días unos manes re turbios me pararon cerca de mi trabajo, creo que trabajaban para un “traqueto”, querían que los favoreciera en la revisión de un proyecto que estaba a mi cargo, tenían mi teléfono y sabían quién era yo y que hacía.

Cuando voy a coger el bus me siento en una aventura tipo batalla épica del Señor de los Anillos, con mi maleta como escudo y mi cuerpo estrellándose violentamente contra orcos que quieren entrar o salir del bus, orcos de Bosa y Orcos de Rosales. Cuando no tengo un drama en mi vida, me lo invento, me hace falta. Si se me presenta una oportunidad que siento que vale la pena o pienso que debería aprovechar, pues la tomo, al fin y al cabo, al otro día puedo no existir más.  Vivo pensando en que cada segundo puedo perder todo lo que tengo. Me gusta el drama, odio la vida plana.

Entre Bogotá y Darmstadt, una noche de vino y cerveza con DC, Sept. 2018

La diosa del peregrino


En alguno de muchos de mis viajes, me contaron la historia de una mujer de 22 años. Se decía que era la reencarnación mortal de una antigua Diosa hindú. Ante la excentricidad de esta historia sin detalles y mi curiosidad por conocer la razón de su reaparición entre los mortales de países no seguidores del hinduismo, decidí salir en la búsqueda de la deidad femenina a quien por sus huellas y sus señales encontraría distraída en las playas de La Libertad.



La primera vez que ella me vio no inmutó su rostro, era un lunes al medio día y hacía un bochorno asfixiante proveniente de un sol inclemente, el mismo que ardiendo paciente la había visto siglos antes en las montañas del norte de la India. Ella, sin embargo, lucía fresca y tranquila; como si mi encuentro no hubiera causado la más mínima impresión. Era un típico encuentro entre un mortal y una Diosa.

Compartí a su sombra distintas situaciones que, aunque podrían ser descritas, prefiero resumir en momentos cúspide.

Dialogando como seres equivalentes, Syama me confesó que su nombre era la adaptación que Shyama había tomado en el momento de bajar a la tierra después de miles de años en meditación e iluminación; en los tiempos antiguos había representado la parte femenina de Krishna y ahora en la época contemporánea buscaba un complemento masculino.

Syama hace vibrar las cuerdas y armoniza la mortalidad de los mundanos, es la dueña de la tranquilidad y la sintonía con el espacio-tiempo. Syama no posee prisa, aunque si tribulaciones; no se apega a pesar de valorar lo material. Ella decía que podía sonreír sin mover sus labios, sin embargo, logré descifrar muchos de sus gestos en una de nuestras prolongadas conversaciones. Syama conoce su cuerpo y el potencial de los placeres carnales, los que provienen de su interior y los que canaliza desde el cosmos. Después de pocos días a su sombra y a sus pasos, conocí la parte más efímera de su divinidad, la superficie de su entorno esbelto, las curvas de su rostro, su vientre y sus caderas, sentí la profunda esencia de sus fluidos, los bebí en exceso y me embriagué; viví dentro de ella y la profané sin ninguna resistencia, con el consentimiento de sus músculos y aún con el deseo profundo que ella tenía de su Krishna perdido.