viernes, 5 de octubre de 2018

El ambicioso sueño del inmigrante


La frontera entre Estados Unidos y México es conocida como una de las más impenetrables del mundo, el nivel de vigilancia de los 3100 kilómetros de línea divisoria es permanente, la policía norteamericana patrulla y arresta semanalmente decenas de inmigrantes de todo el mundo que tratan de cruzar caminando por los desiertos de Sonora o Coahuaila; nadando o incluso navegando en improvisadas balsas por el Rio Bravo. Una gran muralla metálica impide el transito libre de sur a norte hacia tierras que alguna vez fueron mexicanas y que se perdieron en una guerra donde México quedó únicamente con el 50% de su territorio. Lugares con nombres en español en los estados de California, Nevada, Nuevo México, Tejas y Arizona son los remanentes de esa memoria ingrata.


Para evitar el alto flujo de inmigrantes hacia Estados Unidos, el gobierno norteamericano ejerce una fuerte presión política sobre el México para que imprima un control estricto sobre los viajeros suramericanos y centroamericanos “sospechosos” que transitan las carreteras hacia el norte del país. Y es que México es la única frontera susceptible y débil que poseen los Estados Unidos, se ha convertido en la ruta migratoria de asiáticos y africanos que atraviesan el mundo entero para pedir refugio político o huir de la guerra en los países que los vieron nacer y que ahora los expulsa con odio y sangre: mexicanos, indios, hondureños, guatemaltecos, salvadoreños, chinos, filipinos, coreanos del sur, dominicanos, haitianos y ahora africanos de todas las latitudes son las nacionalidades que más engrosan las largas filas de inmigrantes invisibles al mundo, pero presentes en cada esquina de nuestra cotidianidad.

En el paso fronterizo de la Mesilla, mientras trataba de cruzar desde Guatemala hacia la ciudad de San Cristóbal de las Casas, en el departamento de Chiapas, al sur de México, pude experimentar la angustia y la impotencia de la xenofobia, el egoísmo y la codicia más irracional por simplemente ser un colombiano, uno normal, sin nombre reconocido o jerarquías sociales. Viajaba con mi amigo Cristian, estábamos culminando un viaje de 2 meses por América Central y nos sentíamos triunfales de haber logrado recorrer 2700 kilómetros desde San Salvador hasta Quetzaltenango, en Guatemala, pasando por más de 60 diferentes poblaciones, usando medios terrestres y acuáticos para desplazarnos y caminando, caminando mucho. Días antes una ciudadana estadounidense había decidido unirse a nuestra ruta, Amber, al igual que nosotros también iba hacia San Cristóbal.

Esa mañana habíamos tomado un bus desde Quetzaltenango hacia la frontera y todo había transitado con normalidad. Después de 4 horas de viaje en bus, llegamos a la Mesilla, cambiamos algo de dinero y nos comimos una porción pequeña de algo que conseguimos en una tienda. Pensamos, “en 2 horas más llegamos a San Cristóbal y allá almorzamos con toda”. Eran las 11:30 de la mañana, el cielo estaba despejado y el sol ardía.


En la oficina de aduana de la frontera nos acompañaban otros 25 viajeros, muchos guatemaltecos, otros tantos mexicanos y uno que otro uruguayo y argentino. Nosotros nos quedamos rezagados, fuimos los últimos en mostrar el pasaporte y tal vez esto condenó nuestro destino, ya que quedamos vulnerables a la voracidad del agente de migración. El pasaporte de Amber fue sellado con un permiso de 180 días para estar de turista en México. “Bienvenida señorita”, le dijo el agente. Cristian y yo fuimos recibidos con largas e inquisitivas preguntas, requisitos injustificados que no fueron requeridos a ninguno de los otros viajeros internacionales. Todo esto a pesar de que los colombianos tienen derecho a entrar a México sin visa por 90 días.

Pruebas de que saldríamos del país, reservas de hotel, certificados de cuentas bancarias e incluso dinero en efectivo, fueron solo unas de las muchas condiciones que nos solicitaban para poder cruzar la frontera. La humillación fue grande, Cristian tuvo que buscar un lugar donde imprimir su tiquete de avión de Ciudad de México hacia Colombia, una hora después volvió extenuado, había caminado lejos para encontrar un café internet.

-       - Ahí tiene el pasa bordo señor- le mostró Cristian.
-   - Hmmm. Muéstreme la reserva del hotel donde se van a quedar- respondió sin siquiera ver la hoja impresa.

Por supuesto no la teníamos, viajábamos haciendo couchsurfing o de hostal en hostal, sin reservas, explorando diferentes sitios, cotizando, regateando, sin planes. Después de unos eternos 30 minutos en los que yo trataba de exponer que no la teníamos y que no la íbamos a hacer, la conversación escaló a discusión producto de la frustración y la rabia, el oficial de migración, detrás de su mesa, ni se inmutaba, no se movía, no se conmovía de ver mi desespero, era como hablarle a un muro hecho de fríos metales. Entendí que el muro entre Estados Unidos y México no solo se encuentra en las fronteras, sino que también está en la mente de las personas que creen que caminar es ilegal y que éste sólo es un derecho de quien porta una visa. No recuerdo si estos hicieron parte de mis argumentos ahí en ese momento, pero empecé a recriminar la ilegalidad del proceso que el oficial llevaba a cabo. Cristian, que se encontraba conversando con Amber en la sala de espera, se acercó a mí para calmarme. Nos retiramos a respirar y a pensar afuera, desgraciados y derrotados.

Repentinamente, un conductor de bus que recogía pasajeros al frente de la frontera se acercó, nos preguntó para donde íbamos y nos ofreció esperarnos para transportarnos barato. Le comentamos nuestro problema con la migración y él se ofreció a interceder por nosotros, “un alma de Dios”, pensamos. Nos pidió que esperáramos mientras el conversaba con el agente de migración, 2 minutos más tarde volvió y nos preguntó directamente cuánto dinero teníamos y nos dijo que con 500 pesos mexicanos cada uno ese problema se podía resolver. “Tenemos 250 entre los tres y aun así no vamos a pagar ni un peso para pasar la frontera”. El conductor nos dio la espalda y se fue, ahí quedamos una vez más, sin esperanza, solos en medio del calor abrasador y sin una sola perspectiva.

Yo ya estaba agitado, enojado, con ganas de arrancarle al oficial de migración sus ojos de sapo y su lengua extorsiva. Cristian me fresquió y entró. “Espere acá y no se ponga aleta” me dijo, con su característica paciencia se enfrentó una vez más al mismo proceso, desde el principio. Me quedé sentado con Ambar, observándolo en su acto heroico, encarando al cerdo corrupto.

-       - Buenas tardes- dijo Cristian como si recién llegara.
-       -… - no hubo réplica.
-      - Queremos ingresar a México, tenemos un vuelo desde Ciudad de México hacia Bogotá el próximo domingo, en 3 días.  ¿Qué podemos hacer para pasar?
-     -  Muéstreme sus pasa bordos- solicitó otra vez a pesar de haberlos mil veces ya.
-     -  Acá están.
-       -¿Dónde se van a quedar? - volvió a cuestionar.
-      - En algún hostal en San Cristóbal.
-      - ¿Tienen la reserva?
-     -  No tenemos, vamos a buscar uno allá.
-     -  ¿Cuánto dinero tienen en efectivo? Deben mostrarme 5 mil pesos mexicanos en efectivo cada uno.
-      - Tenemos 250 entre los dos, pero tenemos nuestras tarjetas débito, ahí hay dinero– dijo serenamente Cristian mientras al parecer el dialogo fluía con naturalidad.
-      - Tiene que ser en efectivo. – exclamó el agente mientras se le iluminaban los avaros ojos.
-      - No tenemos donde retirar dinero, son cajeros de sucursales especiales y por acá no hay ninguno cerca- contestó Cristian sagazmente. Yo simplemente escuchaba, no quería mostrar mi interés en la conversación y estropear todo.
-       -¿Cuándo se van del país?
-      - El próximo domingo, en 3 días.
-      - Les doy 3 días para que se vayan- expresó el depravado burócrata.

En seguida me acerqué al mostrador y le entregué mi pasaporte después de que Cristian lo hizo. Había mucha tensión en la atmósfera, el agente no me miró, buscó con mucha paciencia su sello y tomó aleatoriamente cualquier lugar del pasaporte donde poner la estampa. Selló el pasaporte en otra hoja, donde no se viera, ni siquiera donde correspondía. Ahí en la hoja 17 (cuando solo las primeras 6 están llenas) de mi pasaporte colombiano yace el sello de la corrupción y el sometimiento de los valores humanos ante el dinero, de la falta de solidaridad y la xenofobia.

Como una marca extraviada en medio de las hojas. 

Días después, viajando en el bus desde San Cristóbal de las Casas hacia el Distrito Federal, observé en el transcurso de 14 horas, cómo, durante cinco retenes algunos viajeros (casi siempre los mismos) eran despertados en medio de la noche con la luz de las linternas en sus caras alumbradas por la policía migratoria. En medio de su confusión eran interrogados inquisitivamente: ¿cómo se llama? ¿de dónde viene? ¿para dónde viaja? ¿a qué se dedica? ¿qué dialecto habla? ¿es indígena? ¿cuántos años tiene? ¿dónde está su familia? ¿estudió? ¿dónde? ¿cuáles son los colores de la bandera de su departamento? ¿cuál es el himno de su colegio? Una pregunta tras otra, como en medio de una tortura sicológica. A veces eran sacados del bus por largos minutos. Sé que se siente ahora esa tensión, también estuve en ese lugar (Esquipulas), con la amenaza de ser deportados, arrestados por indocumentados, y siempre con una clara dosis de racismo y clasismo, porque el criterio para seleccionar a los incriminados era su color de piel y su forma de vestir fuera de los estándares de la moda.

Ciertamente hay una crisis social en el mundo, es evidente en Latinoamérica, la desigualdad y la injusta distribución de la riqueza de los países obliga a los más desposeídos a migrar. Podemos preguntarnos ¿qué tan mal tiene que estar una persona para decidir abandonar su tierra, su cultura, su entorno, el lugar donde domina su ámbito, para irse a improvisar la vida, a pasar hambre, angustia, soledad en medio de un mundo de personas para las que no vale nada?, la repuesta es sencilla. Pasar de ser alguien en la existencia de tus amigos y familiares en tu tierra, para ser un “número” o un “extranjero” donde para nadie eres importante o un ciudadano de segunda, no es el anhelo de ninguna persona. Es categórico afirmar que la migración no es nunca la primera opción de vida, no está en la lista de prioridades de quien puede al menos sobrevivir en su hogar.

Y aunque los casos de persecución y discriminación a los emigrantes y el abuso de autoridad se siguen repitiendo y son abiertamente reprochables por la sociedad en general, otras personas construyen muros en su mente alimentando la xenofobia bajo pretextos como: “los inmigrantes se aprovechan del sistema de ayudas del gobierno”, “nos están quitando recursos y trabajo a quienes pagamos impuestos” “los inmigrantes generan inseguridad”, y se olvidan que todas las ciudades y sus culturas son el producto de procesos permanentes de éxodo. Es natural, las plantas se desplazan, esparcen su polen, sus semillas, colonizan, se aprovechan de los nutrientes en otros suelos. Los animales se mueven, se reproducen, buscan lugares con mejores recursos y se establecen hasta prosperar. Sería antinatural no emigrar, el nomadismo está en la genética.

Los humanos no somos la excepción a la regla. Nuestros padres o abuelos no son de donde nosotros nacimos, ellos fueron emigrantes, buscaron oportunidades mejores que en donde nacieron y se asentaron en el territorio que hoy nosotros reclamamos como si fuera nuestro. Ahora, nosotros gozamos de la comodidad que ellos compraron con trabajo, o de la ayuda que ellos recibieron de personas nobles y serviciales que ante la necesidad de ellos, en vez de decir: “vete extranjero, devuélvete a tu provincia”, dijeron: “bienvenido vecino, donde come uno comen dos”.



Junio 14 de 2016, Bogotá
Octubre 5 de 2018, Darmstadt - Alemania

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