Si pides paciencia, no se te dará paciencia. Se te presentarán todos los obstáculos para que la ejercites.
Me encontraba en la etapa más turbulenta de mi vida, tenía 33 años, mi mamá había fallecido solo unos meses antes, y estaba tratando de transitar hacia una amistad después de una relación de casi 6 años con mi pareja. Además, el tiempo corría y debía terminar mi doctorado en 5 meses.
De los 7 años que llevaba como migrante en Alemania, la mayoría del tiempo había tenido una compañía excepcional y me sentía realmente apoyado. Ahora, sin una pareja aquí y sin una madre allá, me sentí huérfano y abandonado. Me encontré sin piso y sin horizonte, con los sueños cancelados, porque esas dos personas, que eran quienes mejor me conocían y que habían estado presentes en mi futuro, ya no lo estarían de la misma manera.
Aún así, intentaba mantenerme en equilibrio, trabajando únicamente las 8 o 9 horas al día, y dedicándome el resto del tiempo a mi mismo. Procuraba entretenerme con ejercicio dos veces por semana, yendo a festivales aquí y allá, saliendo a caminar al bosque, viendo amigos y leyendo un poco en las noches. Pero cuando volvía al que debía ser mi lugar seguro, mi apartamento, sentía el peso de la soledad, de los recuerdos, de la ausencia. Sentía que mi futuro estaba sellado y condenado.
De una u otra manera, las historias de otras personas de mi alrededor me habían enseñado algo para la vida. Que, aunque la tristeza requiere momentos de introspección, de duelo y de aislamiento, cuando este se vuelve un hábito, puede llevarnos a lugares cada vez más oscuros de nuestro pensamiento, al punto que no podemos ver más y no encontramos el camino de vuelta. Mi padre solía contarme la historia de cuando mi tío Alonso cayó en una profunda depresión cuando tenía 19 años y se encerró en un cuarto de la casa de la finca durante 11 meses, abandonándose a la suerte del mundo, sin bañarse, sin hablar con nadie, recibiendo la comida que sus hermanos le traían y tendido en la cama todo el día.
Para mí esa no era una opción, encerrarme a buscar respuestas bajo una cotidianidad que solo me permitía ver una sola perspectiva del problema.
Un día, en medio de esa tormenta emocional, decidí salir a caminar a las montañas. Mi objetivo era encontrar un lugar donde pudiera extender una carpa y una hamaca para venir en el futuro a dormir en medio de la naturaleza. Era verano, pero esta temporada había demostrado ser impredecible, había días muy grises donde no paraba de llover, otros calientes y soleados, y a veces sol y lluvia en el mismo día. Miré el pronóstico de ese día, y prometía lluvias después de las 9 de la noche. Estaría de vuelta en casa para esa hora, así que me puse mis shorts, empaqué mi hamaca, preparé algo de comida y emprendí mi camino.
Salí a pasear mi ansiedad -pensé para mí-, pues ese sentimiento de estar y no estar llevaba conmigo varios meses. Me ocurría cuando me encontraba solo, que no podía aquietar mi mente ni estar únicamente conmigo y con mi entorno, como si una cascada de tareas urgentes e inevitables tuvieran que ser hechas en ese mismo momento. Casi siempre estaba pensando en que haría después, como viviendo en el futuro más que en el presente. Necesitaba respuestas urgentes para mis preguntas, y esa búsqueda me causaba intranquilidad, demandaba que mi mente me diera soluciones, y claro, la presión era inmensa, porque mucha de mi energía vital se iba en auto presionarme y en repensar todos los posibles escenarios de mi vida, muchos de los cuales eran irreales.
Para acallar un poco mi mente, decidí llamar a mi amiga Eira y que me acompañara con sus historias mientras caminaba. Me contó que le estaba costando mucho asimilar la ruptura de su última relación, que no podía dormir bien, que pensaba en su ex todos los días, que le habían quedado preguntas por hacerle y cosas que contarle. Pero que, sobre todo, tenía que encontrar el sentido de su vida en este momento. Las palabras de Eira transmitían ansiedad e impaciencia, una urgencia por encontrar el sentido de su vida.
Justo entonces, algo hizo clic. Pude ver desde afuera lo absurdo de la situación y le dije: “¿Por qué tienes que encontrar respuestas tan rápido? ¿Por qué ponerte tanta presión en este momento, como saltar de una tormenta a otra, de sufrir por otra persona a causarte el sufrimiento tu misma? Permítete no pensar en lo trascendental de la vida, en no estar acelerada tomando decisiones grandes. Creo que puede ser un momento bello para simplemente liberar esa presión y ocuparte de lo básico: el mantenimiento emocional, físico y espiritual de ti misma.”
“Hablando se entiende la gente” solía decir ella, y yo le agregaría, “y también te entiendes tú mismo”. Al final de nuestra conversación, concluimos que esa llamada había sido tan provechosa para mi tanto como para ella.
La primera media hora de conversación y caminata transcurrió en medio de los edificios residenciales del centro de Jena, después crucé los vecindarios de casas gigantescas en las periferias del valle del rio Saale para empezar a subir la montaña y cruzar una franja de bosque. Finalmente, alcancé la cima llamada Sendemast Kernberger, donde se encuentra una torre de telecomunicaciones. Desde allí, se puede apreciar la ciudad a unos 300 metros de altura. En ese momento, el cielo se tornó gris y unas suaves gotas de lluvia empezaron a caer. Me despedí de Eira para tomar decisiones. Quedé solo otra vez. Continué caminando hacia las praderas, cruzando una topografía ondulada de pastizales con relictos de bosque a su lado.
Era evidente que iba a llover y cada vez me sentía más lejos de un lugar seguro. Los primeros truenos se escucharon y el pronóstico hablaba ahora de una inminente tormenta eléctrica. Eran solo las 3 p.m. Pensé en regresar al apartamento, aunque sabía que no alcanzaría a llegar antes de que la tormenta empezara. "Al menos estaría de camino a un lugar cálido y cubierto", me dije. Caminé durante varios minutos, ansioso por elegir entre los dos caminos que creía tener: por un lado, volver derrotado a casa sin mi objetivo realizado; y por el otro, el miedo de estar a merced de una fuerza que me sobrepasaba.
En ese momento, mientras las gotas se hacían más gruesas, los vientos más violentos y el cielo más amenazante, observé una cabina de madera que se levantaba unos metros sobre el suelo, usada por los cazadores para aguardar. Me di cuenta de que existía una tercera posibilidad, que no tenía que tomar una decisión grande, que simplemente podía "esperar" a que las circunstancias cambiaran y no presionarme a tomar un camino definitivo.
Me refugié en ese metro cuadrado de cabina y simplemente esperé, viendo cómo la llovizna evolucionaba a lluvia, luego a aguacero y finalmente a tormenta eléctrica. Podía verlo todo desde adentro, ya que estas cabinas no están completamente cerradas. Me estaba mojando un poco y dudé sobre mi decisión cuando los fuertes vientos amenazaban con derribar la estructura. Sin embargo, también pude apreciar la belleza de la tormenta desde adentro, incluso la abracé y la acepté como parte de mi día.
Estuve dedicado a esperar por más de una hora, con una paciencia inclaudicable, hasta que la lluvia cesó y me sentí convicción para continuar. Salí de la cabina, me estiré, miré a mi alrededor y dije “qué bueno que no me devolví”. Continué caminando hacia el oriente, viendo paisajes que mis ojos nunca habían visto, enternecido por la belleza de la naturaleza, por la suavidad de las praderas y emocionado por encontrar arboles donde podría colgar mi hamaca. Caminé empoderado y con una sonrisa en mi rostro.
Fue ahí cuando entendí que las tormentas son inevitables y si estás en una, te vas a mojar, tal vez un poco, tal vez mucho. Pero no durarán para siempre y superarlas no implica necesariamente salir de ellas mientras ocurren, sino sentarse a esperar a un mejor momento para tomar una decisión.
Jena, Alemania. Julio 7 de 2024
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