Nota exhortativa:
¿Alguien
podría decir que esto no es una prueba factible de que este mundo se está
hundiendo y su tripulación está agonizando? Que ciertamente no sabemos nada de
lo que le está sucediendo a más del 90% de la población mundial porque siempre
dirigimos nuestra mirada al norte global e ignoramos que más de 4/5 de los
países africanos están en guerra y que Asia está muriendo de hambre, siendo
bombardeado y desplazado por sequías y balas. Como resultado, tenemos esto:
cientos de millones de migrantes que realizan un largo viaje a otro lugar,
arriesgando sus vidas, buscando un lugar para mantenerse en calma y sobrevivir
sin ser perseguidos. Mientras estamos aquí pretendiendo estar conectados al
mundo a través de Internet, seguramente habrá un grupo cercano de personas que
pasará por su ciudad, tratando de no ser notado, pero que necesitan su mano.
Tomando un largo camino a un nuevo hogar.
En
este punto de la historia de la humanidad es justo reconsiderar si elegimos
cerrar las fronteras y observar desde nuestras ventanas cómo otros mueren
frente a nosotros, o derribamos los muros, las leyes y el egoísmo para dar
a los demás la oportunidad de vivir una vida tan privilegiada como la nuestra.
No olvide que todos nosotros somos el resultado de un proceso de migración.
Sin
xenofobia. Sin Fronteras. Ningún humano es ilegal.
Refugiados
bienvenidos.
Esta
crónica narra la historia de un grupo de inmigrantes africanos recorriendo una
pequeña porción de América Central, el intenso control migratorio, el
desconocimiento de los derechos, el oportunismo de unos y la curiosidad de
otros.
Un largo camino al nuevo hogar
Una
lejana geografía
que sangra
Arturo
Alape
A
principios de 2016, ese grupo recorría cientos de pueblos y ciudades por más de
medio planeta, usando todos los medios de transporte existentes y necesarios
para acortar la distancia hasta su punto final. Algunos eran los herederos de
décadas enteras de regímenes dictatoriales en el occidente africano, otros eran
víctimas de guerras en países que pocos conocen y posiblemente había unos
cuantos que sólo seguían el gran grupo en busca de mejores tierras, soles más
clementes y lunas menos sangrientas.
Cierta
ocasión, en un día sofocante de verano centroamericano me levanté en una
hospedería de mala muerte en la ciudad de Esquipulas al sur de Guatemala,
desperté a Cristian para proponerle que nos fuéramos de ahí, que no tenía
sentido quedarnos una hora más en una ciudad que no estaba en los planes
visitar y que además, era supremamente religiosa. Mi compañero, en su cama, que
estaba a escasos cincuenta centímetros de la mía, se volteó con cara de dormido
y de extrañeza, me miró fijamente y me dijo:
― Bueno, deme cinco minutos… ¿Se va a bañar?
― No parce, para ir al baño hay que cruzar el pasillo,
bajar las escaleras, continuar por el corredor del primer piso hasta el fondo…
¿Y si vio que desde la recepción se ven las puertas de las duchas? Además está
lloviznando ―respondí decididamente exponiendo buenas excusas para
justificarme.
― Ah bueno, entonces yo tampoco ―replicó Cristian y se
levantó súbitamente para buscar la ropa que se había puesto el día anterior, el
anterior al anterior y no sé cuántos días más.
Antes
de las once de la mañana ya habíamos desayunado decentemente: fríjoles molidos,
mejor conocidos como “parados”, huevos revueltos con tomate y cebolla, una
especie de queso típico, café y las infaltables y no tan extrañadas por mí,
tortillas de maíz. Salimos del restaurante ubicado en el centro de la ciudad,
justo sobre la 3ª avenida del parque central, y por el simple hecho de haber
llegado por accidente y considerar que tal vez nunca volveríamos en nuestras
vidas, decidimos visitar su principal bien de interés cultural, la Basílica de
Esquipulas.
Este
templo católico había empezado a existir para nosotros la noche anterior,
cuando de manera forzosa revisamos la típica guía de turista gringo, el lonely planet. Un libro de casi 500 páginas que pesaba más de una
libra y que como complemento y desgracia para Cristian, su portador, estaba en
inglés. Sin embargo, conservábamos permanentemente la esperanza que en algún
momento el libro iba a ser decisorio para llevarnos a conocer algún lugar
sorprendente o a conseguir un hostal cautivador de muy buen precio.
― Debería llevarlo usted, y leerlo ya que sabe inglés
―me había sugerido mi amigo.
― Pero usted tiene la maleta más liviana y mucho más
espacio. Además yo he armado todos los planes hasta aquí, busqué el hospedaje gratis
y… a usted le toca dirigir el viaje en Guatemala ―objeté su insinuación y di
por terminada la conversación.
Esa
mañana no recuerdo que percibí dentro de la Basílica, pero si la idea que me
quedó en la mente después de observarla. Por fuera no era especialmente
imponente, aunque su intenso color blanco resaltaba entre la opacidad del
ambiente. Le antecedía a la entrada unas amplias escaleras con ocho columnas de
estilo jónico que poseían en la parte superior unas formas semejantes a los
alfiles del ajedrez. En su interior había muchas personas a pesar de no estar
celebrándose la misa; entraban, salían y hablaban como si estuvieran en
cualquier museo.
Yo
realizaba mi habitual recorrido desde el atrio hasta el altar por la nave
lateral, observando las imágenes de santos y apóstoles. Unas pocas velas
eléctricas, de esas que funcionan con monedas iluminaban a San Agustín. Cuando
llegué al púlpito, muchas personas estaban arrodilladas ante el altar mayor, yo
me imaginaba la variedad de favores que podrían estar pidiendo cada uno desde
su pequeño mundo, tan desconocido y trivial para mí. Solo le di importancia a
las oraciones de uno de los fieles, anhelé que su fe trascendiera mi
incredulidad y que no olvidara rogar por nuestro bienestar durante el viaje en
el que cada vez estábamos más lejos de casa. Cristian continuaba postrado.
Me
acerqué lentamente para detallar la imagen del famoso Cristo de Esquipulas,
estaba crucificado dentro de una vitrina, su forma y tamaño era la misma que
había visto en todos los cristos de al menos 15 iglesias en el último mes, lo que
lo hacía curioso era su origen africano o al menos afrodescendiente. Pensé
inmediatamente en el Milagroso de Buga en el Valle del Cauca, que aunque no
conocía, si había escuchado que era de piel oscura y que según contaban las
historias fue encontrado por una mujer indígena mientras lavaba ropa en un rio.
La imagen original medía 30 centímetros y cuando la mujer la llevó a su casa,
esta empezó a crecer casi cuatro veces su tamaño, sudaba de noche y su sudor
tenía el poder de producir milagros, de ahí su nombre.
― Veeeee, tan raro eso hermano, yo creí que esas
adaptaciones de imágenes religiosas a los rasgos raciales de los locales solo
pasaban en Colombia― me atreví a decirle a Cristian para crear un tema de
conversación cuando terminó de hacer su oración y estaba de vuelta en una de
las naves.
― Pues parece que no, como que por acá también
trajeron a los nativos africanos para trabajar como esclavos― me dijo con
inseguridad, pues tal vez pensábamos en lo mismo. No habíamos visto a nadie
diferente de indígenas mayas o mestizos blancos desde hacía más de 350
kilómetros en las costas caribeñas de La Ceiba, en Honduras. No había huella
del paso de los más resistentes trabajadores de la época de la conquista.
Abandonamos
la iglesia y nos dirigimos al terminal de transportes con nuestras mochilas
cargadas de ropa, recuerdos de mil lugares que habíamos recorrido y un par de
elementos inservibles que actuaban como lastre para lo que debería ser un viaje
liviano de reconocimiento socio-cultural. En la puerta del terminal, que era
más bien como una bodega amplia dedicada exclusivamente a una empresa de buses,
rifamos la penosa labor de comprar los tiquetes de bus que nos llevarían a
Ciudad de Guatemala. Penosa, porque como de costumbre, alguno tenía que llevar
a cabo la práctica más tradicional de nuestra cultura, el regateo, tan arraigado a la clase media y baja colombiana y tan
indispensable en tierras foráneas. Seguía lloviendo. Yo perdí la rifa.
― Muy buenos días, ¿Cómo está usted? ―pregunté a la
cajera.
― Buenos días ―me replicó ella sin inmutar su rostro y
casi con tedio.
― ¿Tienes tiquetes para viajar directo a Ciudad de
Guatemala?
― Bien ―dijo queriendo decir si mientras lanzaba una
mirada hacia afuera―. El bus sale a las 11:45, es decir en cinco minutos, es
ese que está al frente, ¿Cuántos necesita?
― ¡Dos!, ¿Cuánto cuestan?
― Los dos cuestan 150 quetzales ―me respondió
mirándome directamente a los ojos.
― Pero dame el precio chapín, ¿sí?, ¡dale!, cóbrame como a latino, no como a gringo.
― Ese es el precio
― ¿150? ¡Ah ya!, mira lo que pasa es que andamos bajos
de presupuesto, vengo viajando desde lejos con mi amigo ―señalé a Cristian con
la mirada y el asintió ―. Necesitamos llegar a Ciudad de Guatemala hoy, en
realidad no tenemos suficiente dinero, ¿Nos podrías dejar los dos tiquetes en 120?...
―me lancé sin vacilaciones, llevando un discurso que cada vez se desfiguraba,
empobrecía y se hacía más redundante; tratando de ser lo suficientemente
persuasivo posible―. Hemos estado buscando cajeros automáticos y ninguno de los
que encontramos nos aceptó nuestras tarjetas, esperamos que en la capital si
podamos obtener dinero.
Realicé
un par de multiplicaciones y divisiones en mi cabeza para establecer un
equivalente aproximado de 150 quetzales en pesos colombianos. Si un quetzal son
más o menos 200 pesos, 150 son 30000 pesos, pensé. Me pareció que no eran costosos
para un viaje de 4 horas, pero ya inmerso en la situación que estaba, debía
llevarla hasta las últimas consecuencias, regla número uno del regateador, no
claudicar ante la primera negativa. Cristian me observaba desde una silla en la
sala de espera a cinco metros mientras aguantaba la risa.
― ¡No!, ya están casi todos vendidos y el bus sale en
tres minutos, si quiere hable con el conductor, es ese de camisa azul que está
recostado en el bus. Lo otro que pueden hacer es pedir jalón al frente, ahí
pasan todos los carros que van para la capital, sólo que es difícil que
consigan uno directo ―yo miré el bus con exhaustivo detenimiento y noté que
tenía la mitad de las sillas desocupadas―. Es que si yo registro en el sistema
los dos tiquetes, pues me los cobran a mi completicos.
― ¡Bueno gracias! ―le contesté despectivamente sin
mirarla y me alejé de la caja con impotencia.
Cristian
me recibió con una sonrisa de burla y me dijo:
― No sea chichipato y pague completo que el bus ya va
a arrancar y ya me quiero largar de acá, ya lo vimos todo.
“¿Chichipato?”,
pensé. Era injusto que me replicara de esa manera cuando ambos sabíamos que si
algo lo caracterizaba a él era su inigualable tacañería. Esa misma, que en cada
reunión de nuestro grupo de amigos recordábamos, cuando nos cobraba los
cincuenta pesos que le quedábamos debiendo después de que nos fiara alguno de
los sanduches que vendía en el
colegio. Cincuenta pesos colombianos, es decir 25 centavos de quetzal. La noche
anterior, una vendedora ambulante en una esquina de la plaza central nos había
enseñado que su nombre común era choca, mientras
me entregaba un vaso de atol de plátano que costaba quetzal y medio, ante lo
que yo le había preguntado con curiosidad, ¿y cómo me va a devolver usted 50
centavos de quetzal si acá no tienen monedas? Simón, pues con dos chocas, me respondió.
Yo
no peleaba por 50 pesos o una choca,
peleaba por 30 quetzales. Pero ya me quería ir de la ciudad, pues la búsqueda
de hoteles la noche anterior había degenerado en el hospedaje en una pensión
donde algunas familias vivían hacinadas permanentemente en un cuarto pagando
diariamente cada noche, pues era más asequible que pagar de inmediato el valor
de un arriendo por un mes completo. Me sentía en la avenida caracas con calle
17 de Bogotá, “habitaciones por noche a 6000”. Aunque acá no tenía esa
sensación de inseguridad que el centro bogotano imprime de noche.
― ¡Vaya cómprelos usted guevón que yo no quiero verle
la cara a esa vieja!, ¿No ve que me dijo que casi todos los tiquetes estaban
vendidos?, y vea ese bus como está, ¡Vacío!
― ¡Muestre pues la plata!
Cinco
minutos después estábamos sentados en nuestros lugares luego de haber pagado lo
exigido, preparados para un viaje normal de cuatro horas. Nos ubicábamos
siempre hacia las ventanas, él en una y yo en otra, yo atrás y el adelante. Yo
sugerí esa modalidad ya que era una buena estrategia para dejar nuestros
puestos de al lado libres y así poder entablar conversaciones con las personas
locales. El bus emprendió camino y doscientos metros adelante se detuvo. Ahí
los pude observar, eran más de una docena de hombres y una mujer con el color
de piel típico de los primeros habitantes extranjeros traídos a la fuerza a
costas e islas de América Latina para trabajar forzosamente. Inmediatamente
pensé en Livingston, la capital caribeña de Guatemala que no conocimos por azares
del viaje. “Deportistas, ¡Sí!, una delegación deportiva...”, me afirmé después
de ver una chaqueta de lo que parecía un equipo de algún deporte que no pude
descifrar.
Hablaban
entre ellos en un idioma que no pude comprender. La mayoría de las antiguas
comunidades afrodescendientes de América poseen un idioma raizal que consiste
en la adaptación entre el idioma nativo, el de sus colonos y un poco de
español. San Andrés y Providencia, ¿San Basilio de Palenque?, las islas de
Utila y Roatán en Honduras y ¿por qué no Livingston? Esta ciudad posee frontera
con Belice donde hablan inglés, además con ese nombre Living- Stone suena como a piedra viviente en inglés. Uno de los
deportistas se sentó al lado mío, me dio la mano y me saludó.
Era
alto y delgado, vestía un jean ancho al mejor estilo hip-hop, una camiseta gris
y gorra paletera; su anular derecho lo adornaba un anillo brillante, no debía
tener más de veinticinco años. Otro de ellos se sentó con Cristian, no lo
detallé con detenimiento, pero era un hombre mulato de unos cincuenta años. Los
largos minutos transcurrieron, él me miraba y yo lo admiraba disimuladamente. Una
conversación espontánea comenzó con un español básico y un lenguaje de señas universales,
su idioma nativo eran el portugués y el francés. Las preguntas no se hicieron
esperar y entre muchas respuestas me contó que todos viajaban desde África,
venían de diferentes países también tropicales: Guinea-Bissau, Congo y Ghana.
Estaban huyendo de una crisis socio-económica prolongada y aguda que en algunos
sitios se había desencadenado en una guerra. Ahí comprendí que mis compañeros “deportistas”
eran inmigrantes y que no representaban una delegación, sino que eran los hijos
del despojo.
― Nosotros salimos hace más dos meses de África,
tomamos un barco hacia Brasil, lo atravesamos por carretera hasta Bolivia,
luego Perú, Ecuador, entramos a Colombia y llegamos a Pasto, ahí pasamos por
Cali, Medellín, Turbo, una lancha para evitar la espesa selva y poder llegar a
Panamá. Solo estuvimos tres días en Colombia, fue fácil ―me contaba él mientras
dudaba si seguir hablando o no, si decía muy poco o suficiente para que yo no
continuara con mi inquisición. Su español carecía de gramática pero era etendible.
― ¿Cómo se llama? ―me preguntó dándole pausa a su
relato. Le di mi nombre y típicamente le agregué un ¡Mucho gusto!
― Me llamo Mamadu.
― ¿Qué tal las cosas por tu país?
― En Guinea, muy
mal, hay muchos problemas entre el gobierno y con la gente, no hay trabajo, ni
salud, ni comida.
― ¿Qué idioma hablan en tu país?
― Portugués y algunos francés.
― ¿Por qué no eligieron ir a Europa, que es más cerca
que América? ― traté de averiguarle.
― No, Europa es muy difícil, nuestro país queda en el
atlántico, tendríamos que caminar todo África y hay muchos países en guerra,
más de 10 conflictos en otros países, de eso precisamente estamos escapando.
― Claro.
― América tiene menos países, acá no hay “querras”, no
cómo allá, con bombardeos y muchos soldados americanos.
Las
noticias de la crisis migratoria en Medio Oriente y Asia llegaban a diario a
los noticieros centroamericanos para esa época, estaba de moda y “vendía” decir
que un barco con 120 migrantes naufragó en el mediterráneo y sólo 10 llegaron a
la costa con vida, nadando casi como un profesional, “ufff que buen nadador”. La
punta del iceberg; 10 notas sobre
tragedias sirias y turcas, 2 sobre bangladesíes y birmanos perseguidos por
razones religiosas, son musulmanes no reconocidos como ciudadanos por su país.
Pero nadie ha dicho que vienen de Birmania, de hecho ni los periodistas que
hablan sobre el caso saben dónde queda, debe quedar en Asia, concluyen ellos,
pues está agrupado dentro de los encabezados del tema “crisis migratoria en
Asia”. Por último, cero notas del desequilibrio en África.
El
rostro de Mamadu era grave, no sonreía, tal vez muchos recuerdos ingratos y
pocas manos amigas en el camino. Me sentí responsable de su bienestar, estaba
casi en la misma situación que yo, con la abismal diferencia que mi viaje
poseía amplias comodidades y había sido una decisión que elegí sin presión. El
primer paso para visibilizar el problema es reconocer su origen, su contexto y
sus implicados. Mamadu contaba que escuchaban zamba, hip-hop y otros ritmos
locales, me hablaba por su experiencia evidentemente personal. “El clima es muy
parecido al de acá, hay temporadas de lluvia y de sol, siempre en la misma
fecha, el otro mes empieza el invierno. Cultivamos arroz, nuez de palma, maíz,
plátano, sorgo, coco. Algunas personas tienen cerdos y otros ovejas.”
Sus
historias estaban llenas de contratiempos y sus planes futuros dependían de
mucha suerte, el objetivo final era llegar a California, ahí tenían alguien que
los podía ayudar. Los africanos viajaban sin documentos para no ser
identificados, y así evitar su deportación. Sin embargo, en el largo camino habían
tenido que sobornar múltiples veces a agentes de la aduana, de migración, a
policías y a cualquiera que aprovechando su condición de hispanoparlante, local
o servidor público veía en ellos una oportunidad de adquirir dinero. El paso
más difícil fue por Nicaragua, donde tuvieron que pagar quinientos dólares cada
uno para poder continuar su camino hacia Honduras.
― Lo más indignante es que se los pagamos al gobierno,
oficialmente nos extorsionaron para no deportarnos ―me contaba Mamadu con
indignación mientras miraba a sus compañeros. Su relato hacía parte de las
incidencias secretas que no se pueden saber.
Ante
mis ojos pasaban miles de árboles al pie de la carretera, anuncios de
municipios, provincias, ciudades y señales de tránsito, “Zacapa 25 kilómetros”,
el mismo nombre del famoso ron, creado en 1976 para celebrar el centenario de
la ciudad. Concluí que estábamos muy lejos aún. Era medio día, el aire estaba
sofocante y la atmósfera densa, como de una tensión inexplicable, latente y
angustiosa. Alternábamos nuestros diálogos con largos vistazos hacia afuera de
la ventana. Yo me preguntaba porqués, cómos,
cuándos y dóndes y esporádicamente me atrevía a comunicárselos a Mamadu, el
respondía concisamente, me miraba como si yo fuera un verdugo, con ojos seguros
y atrevidos. Al fondo se escuchaba música de banda, común por esas tierras, uno
que otro reggaetón y un merengue popular. Los extranjeros ocupábamos la mitad
posterior del bus, pero a diferencia de la fraternidad que se esperaba de un
grupo grande de compañeros de duras travesías, todos íbamos en un silencio
lúgubre, hablando suavemente y con mesura, como aproximándonos a un destino
fatídico.
Unos
minutos después el bus se detuvo en algún pueblo, Cristian y yo nos bajamos
para estirar nuestros encogidos músculos e intercambiar impresiones de toda la
situación que a nuestro alrededor acontecía. Él tenía su propia historia,
estaba asombrado y mientras me hablaba quería atraer toda mi atención con su
pobre coherencia y sus dicientes ojos verdes. Su compañero de asiento era un coyote.
― ¿Un coyote?
―repetí tratando de entender lo que me quería decir. Varias personas me
voltearon a curiosear, y ahí, descubrí que la había cagado―. Un coyote en ese
bosque de pinos corría persiguiendo esa liebre parce…―se me ocurrió decir para
enmendar mi error.
― ¡Sí!, pilas, hable suave que eso por acá es delicado
―me manifestó con cara de alarma. ―El man
ayuda a los inmigrantes a atravesar fronteras de manera ilegal a cambio de
dinero. Está acompañando cinco cubanos desde Nicaragua con el fin de llevarlos
hasta los Estados Unidos.
― ¡Uy marica!, este bus está re caliente… congoleses,
guineos, ghaneses, cubanos disidentes y nosotros los colombianos que no es que
tengamos la mejor imagen por acá, más ahora con esas novelas de narcos.
Cristian
me respondió que “todo bien, que eso no pasa nada” con la frescura que siempre
lo acompañaba.
― Creo que tiene un revólver por si se arma bonche, y
por lo que le entendí ya le tocó usarlo ―me agregó para rematar la
conversación, me dio la espalda y se subió al bus.
La
situación se complicaba. Íbamos en la mitad del camino y recién me despertaba
de un placentero sueño, arrullado por el ruidoso tronar de un motor casi tan
aturdidor como el de un avión, miré a Mamadu y también dormía. El conductor
paró en medio de la nada, en la intersección con una vía secundaria. Dos “policías
de tránsito” subieron al bus, tenían trajes camuflados negros, fusiles
americanos y gorras que delataban su pertenencia a las Fuerzas Armadas de Guatemala.
Examinaron con detenimiento la apariencia de los pasajeros y con cara de amabilidad
exclamaron:
― Todos abajo con documentos por favor―. “A la cárcel
o deportación directa”, se me vino a la mente. Imaginé que podría ser confundido
con un inmigrante más y que de ahí mi próximo paradero sería un juzgado o una
prisión.
Bajo
el sol ardiente de los últimos días de verano nos requisaron y nos exigieron
documentos. Me recosté contra la lámina metálica del costado del bus, aprovechando
unos pocos centímetros de sombra y resignado a un largo rato de controversia.
― ¿De dónde son ustedes? ―inquirió hacia la multitud
el militar que probablemente tenía mayor rango. Ante esta pregunta nadie
respondió nada. La volvió a repetir subiendo el volumen de la voz y
dirigiéndose específicamente a uno de los inmigrantes.
― África ―
― ¿Qué idioma hablan?
― África… ―recibió como respuesta del mismo hombre.
― ¿Quién de ustedes es el líder?
Un
largo silencio cayó sobre la carretera, el que fue aprovechado por los
militares para hablar entre ellos, llamaron por radio a algún oficial superior…;
en esta carretera reinaba la confusión y la angustia, el único extranjero
tranquilo era Cristian. Un soldado se encargó de interrogarme. Mi única
garantía era mi pasaporte, mi palabra y mis métodos de persuasión amable que ya
estaban muy desvalorizados en esta zona del país.
― ¿Con quién viaja?, ¿Viaja con ellos? ―me preguntó
inculpándome de quien sabe que, mientras observaba mi pasaporte, mirándolo a la
luz y a la sombra como examinando un billete sospechosamente falso.
― ¡No, voy con mi amigo…! ―me puse nervioso y negué mi
vínculo con todo el mundo excepto con el otro colombiano.
― ¡López! ―llamó a un compañero―. ¡No lo deje ir!
Esa frase sonó a sentencia de cadena perpetua, pensé.
― ¿Para dónde va?, ¿Qué hace? ―me cuestionó López
mientras sostenía mi pasaporte.
― Estamos conociendo el país, llegamos a El Salvador y
ahora venimos de Honduras; vamos a varias ciudades a explorar los volcanes, los
lagos y la cultura Maya, yo soy geólogo y me interesan esos temas, mi amigo es
ingeniero. Entramos hace dos días a Guatemala.
Mi
apariencia no era la del típico geólogo, no era siquiera la del “respetado” profesional
que la sociedad espera. Llevaba shorts desteñidos por mes y medio de uso
intenso; botas de alta montaña que me cocinaban los pies y que tenía que usar
casi permanentemente por que no cabían en la maleta de viaje; un esqueleto
blanco que semanas antes era camiseta y tuvo que ser despojado de las mangas para
alcanzar mayor frescura. Había restos de comida en el esqueleto y en general
había acumulado mucho polvo. Llevaba 4 días con la misma ropa, tenía aspecto
más de vagabundo que de otra cosa. Cristian estaba levemente mejor vestido con
un pantalón de sudadera, unas botas que estrenaba para este viaje -de las
cuales se sentía orgulloso, pues le regateó ochenta mil pesos al vendedor en
los outlets de Bogotá-, camiseta licrada de su idolatrado equipo la Juventus y gorra.
Después
de un largo interrogatorio llegó una camioneta y un camión con más soldados
armados. Se bajaron con aire de autoridad, nos detallaron a todos, éramos dieciocho
forasteros a la disposición de 22 militares. Realizaron exactamente las mismas
preguntas, a las que recibieron las mismas respuestas. En medio del caos busqué
los ojos de Mamadu para entender un poco acerca de la situación. Cuando lo
encontré, me miró disimuladamente, me guiñó el ojo.
Mi
compañero de viaje mostraba una serenidad inexplicable, sólo lo impacientaba el
ardiente sol. “Se va a armar un tropel acá”, me dijo aprovechándose de mi
tensión para aumentarla más. “Que el señor de Esquipulas lo libre de todo mal y
peligro”, concluyó.
Un
inmigrante africano hablaba en inglés con el ejército a través de un
guatemalteco que conocía un poco el idioma y se dispuso a colaborar. “Vamos de
tránsito”; “Human rights”; “This is legal”; “Sin pasaporte, sin pasaporte”, se
entendía que pronunciaba en medio de acentos enfurecidos después de dos horas
en la carretera al calor de un sol abrasador. De repente el interlocutor
africano comenzó a hablar en francés a sus compañeros y todos se alarmaron,
parecían preparados para ejecutar una acción conjunta planeada, se agruparon.
Yo
me alejé de donde estaba parado y le dije a Cristian que nos abriéramos lejos.
Los militares se miraron entre si confundidos, como buscando a su superior
esperando una orden. El hombre que convocaba el alboroto abrió con rapidez un
pequeño bolso que colgaba de su hombro. El tiempo se detuvo y recordé las
películas de Hollywood donde los disparos son protagonistas; introdujo su mano
en él, los militares que estaban al frente del hombre africano retrocedieron
dos pasos. El hombre sacó un papel… tenía apariencia de carta.
Alguien
me devolvió mi pasaporte, me subí al bus con alivio. Desde la privilegiada
posición donde estaba, se veía todo el panorama de la extraña situación. Decidí
tomarle unas fotografías a Cristian mientras conversaba con un militar. ¡Click!
una, ¡Click! otra, la última, ¡Click!, listo. Guardé la cámara en mi maleta de
mano, miré hacia afuera, todo continuaba precisamente como había transcurrido
durante el largo retén: las conversaciones tardaban el doble de tiempo por la
traducción y eso no garantizaba que el mensaje fuera verídico, los funcionarios
hablaban por radio y los inmigrantes buscaban taludes al borde de la carretera
para orinar… Súbitamente una mano me agarró el hombro.
― Baje con su equipaje ―me ordenó un militar con voz
seria y grave. Los pasajeros del bus, el conductor que yacía recostado en su
cómoda silla y el ayudante (guatemaltecos todos) observaron mientras descendía
custodiado. Un silencio de cementerio a media noche envolvía el preludio a un
destino cada vez más oscuro, nadie pronunció ni una sílaba. Sentí un abandono
completo, la angustia más grande de mi existencia y espero me entiendan al
menos quienes han tenido que enfrentar en soledad momentos de extrema presión
emocional.
También
recordé las últimas noticias en mi tierra, “más de 300 colombianos deportados
de México”, y supuse que era lo mejor que me podía pasar, pero las armas no se
hicieron para deportar, sino para matar y desaparecer. En ese escenario
pesimista mi compañero de camino me miró con desconsuelo y su rostro me trajo a
la mente el de mi madre diciéndome “Cuídate mucho hijito” y el de otros
viajeros “Uno siempre lleva las de perder”. Y ahí estaba yo con todas las de
perder, a la disposición de los fusiles, la autoridad la concepción de verdad y
justicia de un militar que solo ha recibido órdenes en sus últimos años de vida.
En
Guatemala, así como en Colombia y en muchos países de América Latina también
hubo guerra de guerrillas, desde 1960 hasta 1996 el conflicto armado dejó
aproximadamente 200.000 muertos y 45.000 desaparecidos. Recordé el artículo que
había leído una semana antes en el que se narraba como varios dirigentes
estudiantiles de la Universidad de San Carlos habían sido desaparecidos,
torturados y asesinados: Ricardo Martínez Solórzano, Manuel
Lisandro Andrade y otros cientos, eran apenas nombres en un largo arrume de
víctimas.
Sin
esperanza alguna en mi corazón y con el desespero manejando mis impulsos
inventé un plan alterno a la muerte. Si las cosas se ponían críticas, correría
hacia el monte abandonando todo, llegaría a la próxima ciudad en tres días y
contactaría de alguna manera a Cristian. Así se haría. Con los pies en el
asfalto una vez más, dos soldados me rodearon y uno de ellos me acechó.
― ¿Estaba tomando fotos?, eso es ilegal en este país ―
objetó con tono delator mientras me agarraba de un brazo, probablemente leyendo
en mis pensamientos mi desesperado plan. Pensé que eso no era ilegal en ningún
lugar del mundo, pero elegí tragarme las palabras.
―
Sólo estoy registrando fotográficamente mi viaje
― ¡Eso no está permitido, déjeme ver el bolso!
Esculcó
rincón por rincón mi pequeño bolso de mano e incluso encontró los bolsillos
secretos que se usan a veces para guardar “cosas”.
― Muéstreme las fotos ―exclamó mientras volteaba a mirar
a su superior que lo llamaba. El segundo soldado parecía distraído; en un
momento de repentina hazaña y atrevimiento me la jugué y prendí la cámara,
eliminé las fotos y la apagué. Nadie encontró evidencia de mi supuesto “delito”…
En
el terminal de transportes de Ciudad de Guatemala bajamos nuestros equipajes de
las bodegas del bus a las cinco de la tarde, el clima estaba fresco y había una
cálida brisa agradable. Parecía que nada había pasado, Cristian y yo nos
sentíamos tranquilos y con nuevos retos que afrontar: conocer la capital más
grande de América Central, el corazón del antiguo imperio Maya y encontrar un
medio de transporte económico para llegar al Centro Histórico. A Mamadu poco le
importaba esto, al igual que tampoco se encomendó al señor de Esquipulas, su
viaje no era de placer y los dioses habían sido ingratos durante su corta vida.
Busqué con mis ojos su mirada ocupada y al encontrarla me incitó a despedirnos.
Me dio un fuerte abrazo y le dije: “Buen viaje amigo”.
Andrés Tangarife, Mayo de 2016