domingo, 26 de marzo de 2017

AGRICULTURA: COSTUMBRES, COSECHAS Y PERSONAS



Moliendo café con el viejo. Las máquinas fueron distribuidas por la Federación Nacional de Cafeteros hace más de 40 años, algunas más de 50 en la época de bonanza cafetera, poseen camisas (cilindro con la textura de un rallador de queso que cumple la función de separar la cáscara del grano de café) de cobre y un armazón de hierro. Estas máquinas han visto pasar generaciones enteras de caficultores y aún en muchos casos, permanecen en buen funcionamiento. 


 El primer lunes de cada mes se realiza la feria ganadera en el municipio de Marquetalia, Caldas. Aquí convergen los pequeños propietarios de ganado, los dueños de carnicerías y los comerciantes especuladores. Unos tratando de vender por un precio razonable un animal que alimentaron y cuidaron a veces por más de un año y los demás tratando de obtenerlo lo más barato posible. El resultado, muchos campesinos que madrugaron a traer el ganado desde sus fincas (a horas de distancia) no las lograron vender a un precio justo y prefirieron devolverse con ellas a casa. Otros, con más necesidad que los anteriores vendieron a pérdidas su ganado, teniendo que responder por la obligación de llevar comida a sus casas. Los comerciantes y los intermediarios nunca pierden. La oferta es mayor a la demanda.  Fecha: 2010.


 Gallinas almorzando en el pasillo. Marquetalia, Caldas (2010). 

El proceso de secado de café puede ocurrir en muchos lugares distintos (directamente al sol sobre unos costales, en una "elda" debajo de los techos de zinc). En este caso se lleva a cabo en un invernadero llamado "Ya me acordaré y prometo corregir las comillas". 


El fruto de la cosecha a la venta sobre las carreteras cundinamarquesas. Guanábana, mandarina, mango y naranja?. Vía Anapoima - Bogotá, 2016. 

 Llevando el racimo de plátano para alimentar a la familia. En este caso, unos deliciosos dominico - hartones, especiales para freir maduros debido a su sabor dulzón. Marquetalia, Caldas (2010) 

 Grandes plantaciones de aguacate camino al Valle del Cocora. Y yo que esperaba ver palmas de Cera (Ceroxylon quindiuense spp) a lo argo y ancho del valle. La agricultura amenaza a la especie nativa. Fecha: 2016, Salento, Quindio.  

 Siempre escuché el dicho "el café bueno se lo llevan para exportar y la "pasilla" nos la dejan para el consumo interno". Este dicho se volvió una verdad con nuestra visita a la sede de la Cooperativa de caficultores con sede en el municipio de Marquetalia, Caldas. El ingeniero jefe, amablemente nos enseñó las instalaciones y las máquinas encargadas de filtrar y seleccionar el café para su posterior empaque, transporte a Manizales y embarque en aviones rumbo a Europa y América del Norte.  ¿Pueden ver la foto?. Dentro del recipiente negro se encuentra el café pergamino, es decir, con su cascarilla, de excelente calidad, tipo exportación. Sobre las hojas blancas, este mismo café en almendra, es decir sin cascarilla. Por último, en la parte inferior derecha de la foto, el café con cáscara o pergamino ó.... simplemente no sé ni como definirlo, pero es el de consumo interno. Claramente diferentes. 
Los dichos se hacen realidad con la interacción dentro de un contexto. 


El maíz durante su secado. Con esos granos color morado y rojo entendí de donde provenía la chicha morada del Perú. Fecha: Resguardo Nasa de Pueblo Nuevo, Caldono, Cauca, Colombia, 2015. 


 De una cosecha de fríjol (Phaseolus vulgaris) se obtienen muchos tipos de fríjol. Quisiera que un biólogo me explicara si un frijol puede dar dentro de su planta un grano de distintos colores.  

Este plátano de excelente calidad está siendo transportado desde las fincas hacia el municipio, donde cada bolsa de aprox. 40 plátanos será vendido a una bodega por 7000 - 10000 pesos. Estas bodegas venderán el plátano a grandes superficies comerciales como éxito, carulla, y otros supermercados, donde una vez sean puestos en el estante para que los compremos, nos costará cada plátano aprox. 1000 pesos. Sembrar, producir y vender un plátano por 200 pesos para que sea vendido a 1000 pesos. ¿De quien es el esfuerzo y para quien es la recompensa?. Fecha: Vias veredales de Marquetalia, Caldas. 2016. 

 Pescando la carnada para pescar los grandes. Caño la Hermosa. Paz de Ariporo, Casanare, Colombia. 2016. 

 Chontaduro a la venta en la Plaza de Mercado de Buenaventura, Valle del Cauca, Colombia. La doña parece brava, pero en realidad está orgullosa, momentos antes de la fotografía sacó su espejo para peinarse y prepararse para salir "bien". Fecha: enero de 2017. 


Ver elementos reunidos de forma masiva siempre causa una impresión. A mi me levantaron y me siguen... con jugo de guayaba (Psidium), 5 días a la semana. Aquí, en Icononzo, Tolima, me sentía como en un sueño donde mi madre me iba a preparar el jugo para un largo viaje. Fecha: 2016. 

Un largo camino al nuevo hogar

Nota exhortativa:

¿Alguien podría decir que esto no es una prueba factible de que este mundo se está hundiendo y su tripulación está agonizando? Que ciertamente no sabemos nada de lo que le está sucediendo a más del 90% de la población mundial porque siempre dirigimos nuestra mirada al norte global e ignoramos que más de 4/5 de los países africanos están en guerra y que Asia está muriendo de hambre, siendo bombardeado y desplazado por sequías y balas. Como resultado, tenemos esto: cientos de millones de migrantes que realizan un largo viaje a otro lugar, arriesgando sus vidas, buscando un lugar para mantenerse en calma y sobrevivir sin ser perseguidos. Mientras estamos aquí pretendiendo estar conectados al mundo a través de Internet, seguramente habrá un grupo cercano de personas que pasará por su ciudad, tratando de no ser notado, pero que necesitan su mano. Tomando un largo camino a un nuevo hogar.

En este punto de la historia de la humanidad es justo reconsiderar si elegimos cerrar las fronteras y observar desde nuestras ventanas cómo otros mueren frente a nosotros, o derribamos los muros, las leyes y el egoísmo para dar a los demás la oportunidad de vivir una vida tan privilegiada como la nuestra. No olvide que todos nosotros somos el resultado de un proceso de migración.

Sin xenofobia. Sin Fronteras. Ningún humano es ilegal.
Refugiados bienvenidos.
Esta crónica narra la historia de un grupo de inmigrantes africanos recorriendo una pequeña porción de América Central, el intenso control migratorio, el desconocimiento de los derechos, el oportunismo de unos y la curiosidad de otros.

Un largo camino al nuevo hogar 
                                                 Una lejana geografía
que sangra

Arturo Alape

A principios de 2016, ese grupo recorría cientos de pueblos y ciudades por más de medio planeta, usando todos los medios de transporte existentes y necesarios para acortar la distancia hasta su punto final. Algunos eran los herederos de décadas enteras de regímenes dictatoriales en el occidente africano, otros eran víctimas de guerras en países que pocos conocen y posiblemente había unos cuantos que sólo seguían el gran grupo en busca de mejores tierras, soles más clementes y lunas menos sangrientas.

Cierta ocasión, en un día sofocante de verano centroamericano me levanté en una hospedería de mala muerte en la ciudad de Esquipulas al sur de Guatemala, desperté a Cristian para proponerle que nos fuéramos de ahí, que no tenía sentido quedarnos una hora más en una ciudad que no estaba en los planes visitar y que además, era supremamente religiosa. Mi compañero, en su cama, que estaba a escasos cincuenta centímetros de la mía, se volteó con cara de dormido y de extrañeza, me miró fijamente y me dijo:

― Bueno, deme cinco minutos… ¿Se va a bañar? 
― No parce, para ir al baño hay que cruzar el pasillo, bajar las escaleras, continuar por el corredor del primer piso hasta el fondo… ¿Y si vio que desde la recepción se ven las puertas de las duchas? Además está lloviznando ―respondí decididamente exponiendo buenas excusas para justificarme.
― Ah bueno, entonces yo tampoco ―replicó Cristian y se levantó súbitamente para buscar la ropa que se había puesto el día anterior, el anterior al anterior y no sé cuántos días más.   




Antes de las once de la mañana ya habíamos desayunado decentemente: fríjoles molidos, mejor conocidos como “parados”, huevos revueltos con tomate y cebolla, una especie de queso típico, café y las infaltables y no tan extrañadas por mí, tortillas de maíz. Salimos del restaurante ubicado en el centro de la ciudad, justo sobre la 3ª avenida del parque central, y por el simple hecho de haber llegado por accidente y considerar que tal vez nunca volveríamos en nuestras vidas, decidimos visitar su principal bien de interés cultural, la Basílica de Esquipulas.






Este templo católico había empezado a existir para nosotros la noche anterior, cuando de manera forzosa revisamos la típica guía de turista gringo, el lonely planet. Un libro de casi 500 páginas que pesaba más de una libra y que como complemento y desgracia para Cristian, su portador, estaba en inglés. Sin embargo, conservábamos permanentemente la esperanza que en algún momento el libro iba a ser decisorio para llevarnos a conocer algún lugar sorprendente o a conseguir un hostal cautivador de muy buen precio.

― Debería llevarlo usted, y leerlo ya que sabe inglés ―me había sugerido mi amigo.
― Pero usted tiene la maleta más liviana y mucho más espacio. Además yo he armado todos los planes hasta aquí, busqué el hospedaje gratis y… a usted le toca dirigir el viaje en Guatemala ―objeté su insinuación y di por terminada la conversación.

Esa mañana no recuerdo que percibí dentro de la Basílica, pero si la idea que me quedó en la mente después de observarla. Por fuera no era especialmente imponente, aunque su intenso color blanco resaltaba entre la opacidad del ambiente. Le antecedía a la entrada unas amplias escaleras con ocho columnas de estilo jónico que poseían en la parte superior unas formas semejantes a los alfiles del ajedrez. En su interior había muchas personas a pesar de no estar celebrándose la misa; entraban, salían y hablaban como si estuvieran en cualquier museo.




Yo realizaba mi habitual recorrido desde el atrio hasta el altar por la nave lateral, observando las imágenes de santos y apóstoles. Unas pocas velas eléctricas, de esas que funcionan con monedas iluminaban a San Agustín. Cuando llegué al púlpito, muchas personas estaban arrodilladas ante el altar mayor, yo me imaginaba la variedad de favores que podrían estar pidiendo cada uno desde su pequeño mundo, tan desconocido y trivial para mí. Solo le di importancia a las oraciones de uno de los fieles, anhelé que su fe trascendiera mi incredulidad y que no olvidara rogar por nuestro bienestar durante el viaje en el que cada vez estábamos más lejos de casa. Cristian continuaba postrado.

Me acerqué lentamente para detallar la imagen del famoso Cristo de Esquipulas, estaba crucificado dentro de una vitrina, su forma y tamaño era la misma que había visto en todos los cristos de al menos 15 iglesias en el último mes, lo que lo hacía curioso era su origen africano o al menos afrodescendiente. Pensé inmediatamente en el Milagroso de Buga en el Valle del Cauca, que aunque no conocía, si había escuchado que era de piel oscura y que según contaban las historias fue encontrado por una mujer indígena mientras lavaba ropa en un rio. La imagen original medía 30 centímetros y cuando la mujer la llevó a su casa, esta empezó a crecer casi cuatro veces su tamaño, sudaba de noche y su sudor tenía el poder de producir milagros, de ahí su nombre. 

― Veeeee, tan raro eso hermano, yo creí que esas adaptaciones de imágenes religiosas a los rasgos raciales de los locales solo pasaban en Colombia― me atreví a decirle a Cristian para crear un tema de conversación cuando terminó de hacer su oración y estaba de vuelta en una de las naves.
― Pues parece que no, como que por acá también trajeron a los nativos africanos para trabajar como esclavos― me dijo con inseguridad, pues tal vez pensábamos en lo mismo. No habíamos visto a nadie diferente de indígenas mayas o mestizos blancos desde hacía más de 350 kilómetros en las costas caribeñas de La Ceiba, en Honduras. No había huella del paso de los más resistentes trabajadores de la época de la conquista.  



Abandonamos la iglesia y nos dirigimos al terminal de transportes con nuestras mochilas cargadas de ropa, recuerdos de mil lugares que habíamos recorrido y un par de elementos inservibles que actuaban como lastre para lo que debería ser un viaje liviano de reconocimiento socio-cultural. En la puerta del terminal, que era más bien como una bodega amplia dedicada exclusivamente a una empresa de buses, rifamos la penosa labor de comprar los tiquetes de bus que nos llevarían a Ciudad de Guatemala. Penosa, porque como de costumbre, alguno tenía que llevar a cabo la práctica más tradicional de nuestra cultura, el regateo, tan arraigado a la clase media y baja colombiana y tan indispensable en tierras foráneas. Seguía lloviendo. Yo perdí la rifa.

― Muy buenos días, ¿Cómo está usted? ―pregunté a la cajera.
― Buenos días ―me replicó ella sin inmutar su rostro y casi con tedio.
― ¿Tienes tiquetes para viajar directo a Ciudad de Guatemala?
― Bien ―dijo queriendo decir si mientras lanzaba una mirada hacia afuera―. El bus sale a las 11:45, es decir en cinco minutos, es ese que está al frente, ¿Cuántos necesita?
― ¡Dos!, ¿Cuánto cuestan?
― Los dos cuestan 150 quetzales ―me respondió mirándome directamente a los ojos.
― Pero dame el precio chapín, ¿sí?, ¡dale!, cóbrame como a latino, no como a gringo.
― Ese es el precio
― ¿150? ¡Ah ya!, mira lo que pasa es que andamos bajos de presupuesto, vengo viajando desde lejos con mi amigo ―señalé a Cristian con la mirada y el asintió ―. Necesitamos llegar a Ciudad de Guatemala hoy, en realidad no tenemos suficiente dinero, ¿Nos podrías dejar los dos tiquetes en 120?... ―me lancé sin vacilaciones, llevando un discurso que cada vez se desfiguraba, empobrecía y se hacía más redundante; tratando de ser lo suficientemente persuasivo posible―. Hemos estado buscando cajeros automáticos y ninguno de los que encontramos nos aceptó nuestras tarjetas, esperamos que en la capital si podamos obtener dinero.

Realicé un par de multiplicaciones y divisiones en mi cabeza para establecer un equivalente aproximado de 150 quetzales en pesos colombianos. Si un quetzal son más o menos 200 pesos, 150 son 30000 pesos, pensé. Me pareció que no eran costosos para un viaje de 4 horas, pero ya inmerso en la situación que estaba, debía llevarla hasta las últimas consecuencias, regla número uno del regateador, no claudicar ante la primera negativa. Cristian me observaba desde una silla en la sala de espera a cinco metros mientras aguantaba la risa.  

― ¡No!, ya están casi todos vendidos y el bus sale en tres minutos, si quiere hable con el conductor, es ese de camisa azul que está recostado en el bus. Lo otro que pueden hacer es pedir jalón al frente, ahí pasan todos los carros que van para la capital, sólo que es difícil que consigan uno directo ―yo miré el bus con exhaustivo detenimiento y noté que tenía la mitad de las sillas desocupadas―. Es que si yo registro en el sistema los dos tiquetes, pues me los cobran a mi completicos.
― ¡Bueno gracias! ―le contesté despectivamente sin mirarla y me alejé de la caja con impotencia.
Cristian me recibió con una sonrisa de burla y me dijo:
― No sea chichipato y pague completo que el bus ya va a arrancar y ya me quiero largar de acá, ya lo vimos todo.

“¿Chichipato?”, pensé. Era injusto que me replicara de esa manera cuando ambos sabíamos que si algo lo caracterizaba a él era su inigualable tacañería. Esa misma, que en cada reunión de nuestro grupo de amigos recordábamos, cuando nos cobraba los cincuenta pesos que le quedábamos debiendo después de que nos fiara alguno de los sanduches que vendía en el colegio. Cincuenta pesos colombianos, es decir 25 centavos de quetzal. La noche anterior, una vendedora ambulante en una esquina de la plaza central nos había enseñado que su nombre común era choca, mientras me entregaba un vaso de atol de plátano que costaba quetzal y medio, ante lo que yo le había preguntado con curiosidad, ¿y cómo me va a devolver usted 50 centavos de quetzal si acá no tienen monedas? Simón, pues con dos chocas, me respondió.

Yo no peleaba por 50 pesos o una choca, peleaba por 30 quetzales. Pero ya me quería ir de la ciudad, pues la búsqueda de hoteles la noche anterior había degenerado en el hospedaje en una pensión donde algunas familias vivían hacinadas permanentemente en un cuarto pagando diariamente cada noche, pues era más asequible que pagar de inmediato el valor de un arriendo por un mes completo. Me sentía en la avenida caracas con calle 17 de Bogotá, “habitaciones por noche a 6000”. Aunque acá no tenía esa sensación de inseguridad que el centro bogotano imprime de noche.   

― ¡Vaya cómprelos usted guevón que yo no quiero verle la cara a esa vieja!, ¿No ve que me dijo que casi todos los tiquetes estaban vendidos?, y vea ese bus como está, ¡Vacío!
― ¡Muestre pues la plata!

Cinco minutos después estábamos sentados en nuestros lugares luego de haber pagado lo exigido, preparados para un viaje normal de cuatro horas. Nos ubicábamos siempre hacia las ventanas, él en una y yo en otra, yo atrás y el adelante. Yo sugerí esa modalidad ya que era una buena estrategia para dejar nuestros puestos de al lado libres y así poder entablar conversaciones con las personas locales. El bus emprendió camino y doscientos metros adelante se detuvo. Ahí los pude observar, eran más de una docena de hombres y una mujer con el color de piel típico de los primeros habitantes extranjeros traídos a la fuerza a costas e islas de América Latina para trabajar forzosamente. Inmediatamente pensé en Livingston, la capital caribeña de Guatemala que no conocimos por azares del viaje. “Deportistas, ¡Sí!, una delegación deportiva...”, me afirmé después de ver una chaqueta de lo que parecía un equipo de algún deporte que no pude descifrar. 

Hablaban entre ellos en un idioma que no pude comprender. La mayoría de las antiguas comunidades afrodescendientes de América poseen un idioma raizal que consiste en la adaptación entre el idioma nativo, el de sus colonos y un poco de español. San Andrés y Providencia, ¿San Basilio de Palenque?, las islas de Utila y Roatán en Honduras y ¿por qué no Livingston? Esta ciudad posee frontera con Belice donde hablan inglés, además con ese nombre Living- Stone suena como a piedra viviente en inglés. Uno de los deportistas se sentó al lado mío, me dio la mano y me saludó.

Era alto y delgado, vestía un jean ancho al mejor estilo hip-hop, una camiseta gris y gorra paletera; su anular derecho lo adornaba un anillo brillante, no debía tener más de veinticinco años. Otro de ellos se sentó con Cristian, no lo detallé con detenimiento, pero era un hombre mulato de unos cincuenta años. Los largos minutos transcurrieron, él me miraba y yo lo admiraba disimuladamente. Una conversación espontánea comenzó con un español básico y un lenguaje de señas universales, su idioma nativo eran el portugués y el francés. Las preguntas no se hicieron esperar y entre muchas respuestas me contó que todos viajaban desde África, venían de diferentes países también tropicales: Guinea-Bissau, Congo y Ghana. Estaban huyendo de una crisis socio-económica prolongada y aguda que en algunos sitios se había desencadenado en una guerra. Ahí comprendí que mis compañeros “deportistas” eran inmigrantes y que no representaban una delegación, sino que eran los hijos del despojo.

― Nosotros salimos hace más dos meses de África, tomamos un barco hacia Brasil, lo atravesamos por carretera hasta Bolivia, luego Perú, Ecuador, entramos a Colombia y llegamos a Pasto, ahí pasamos por Cali, Medellín, Turbo, una lancha para evitar la espesa selva y poder llegar a Panamá. Solo estuvimos tres días en Colombia, fue fácil ―me contaba él mientras dudaba si seguir hablando o no, si decía muy poco o suficiente para que yo no continuara con mi inquisición. Su español carecía de gramática pero era etendible.
― ¿Cómo se llama? ―me preguntó dándole pausa a su relato. Le di mi nombre y típicamente le agregué un ¡Mucho gusto!
― Me llamo Mamadu.
― ¿Qué tal las cosas por tu país?
 ― En Guinea, muy mal, hay muchos problemas entre el gobierno y con la gente, no hay trabajo, ni salud, ni comida.
― ¿Qué idioma hablan en tu país?
― Portugués y algunos francés.
― ¿Por qué no eligieron ir a Europa, que es más cerca que América? ― traté de averiguarle.
― No, Europa es muy difícil, nuestro país queda en el atlántico, tendríamos que caminar todo África y hay muchos países en guerra, más de 10 conflictos en otros países, de eso precisamente estamos escapando.
― Claro.
― América tiene menos países, acá no hay “querras”, no cómo allá, con bombardeos y muchos soldados americanos.

Las noticias de la crisis migratoria en Medio Oriente y Asia llegaban a diario a los noticieros centroamericanos para esa época, estaba de moda y “vendía” decir que un barco con 120 migrantes naufragó en el mediterráneo y sólo 10 llegaron a la costa con vida, nadando casi como un profesional, “ufff que buen nadador”. La punta del iceberg; 10 notas sobre tragedias sirias y turcas, 2 sobre bangladesíes y birmanos perseguidos por razones religiosas, son musulmanes no reconocidos como ciudadanos por su país. Pero nadie ha dicho que vienen de Birmania, de hecho ni los periodistas que hablan sobre el caso saben dónde queda, debe quedar en Asia, concluyen ellos, pues está agrupado dentro de los encabezados del tema “crisis migratoria en Asia”. Por último, cero notas del desequilibrio en África.

El rostro de Mamadu era grave, no sonreía, tal vez muchos recuerdos ingratos y pocas manos amigas en el camino. Me sentí responsable de su bienestar, estaba casi en la misma situación que yo, con la abismal diferencia que mi viaje poseía amplias comodidades y había sido una decisión que elegí sin presión. El primer paso para visibilizar el problema es reconocer su origen, su contexto y sus implicados. Mamadu contaba que escuchaban zamba, hip-hop y otros ritmos locales, me hablaba por su experiencia evidentemente personal. “El clima es muy parecido al de acá, hay temporadas de lluvia y de sol, siempre en la misma fecha, el otro mes empieza el invierno. Cultivamos arroz, nuez de palma, maíz, plátano, sorgo, coco. Algunas personas tienen cerdos y otros ovejas.”

Sus historias estaban llenas de contratiempos y sus planes futuros dependían de mucha suerte, el objetivo final era llegar a California, ahí tenían alguien que los podía ayudar. Los africanos viajaban sin documentos para no ser identificados, y así evitar su deportación. Sin embargo, en el largo camino habían tenido que sobornar múltiples veces a agentes de la aduana, de migración, a policías y a cualquiera que aprovechando su condición de hispanoparlante, local o servidor público veía en ellos una oportunidad de adquirir dinero. El paso más difícil fue por Nicaragua, donde tuvieron que pagar quinientos dólares cada uno para poder continuar su camino hacia Honduras.

― Lo más indignante es que se los pagamos al gobierno, oficialmente nos extorsionaron para no deportarnos ―me contaba Mamadu con indignación mientras miraba a sus compañeros. Su relato hacía parte de las incidencias secretas que no se pueden saber.

Ante mis ojos pasaban miles de árboles al pie de la carretera, anuncios de municipios, provincias, ciudades y señales de tránsito, “Zacapa 25 kilómetros”, el mismo nombre del famoso ron, creado en 1976 para celebrar el centenario de la ciudad. Concluí que estábamos muy lejos aún. Era medio día, el aire estaba sofocante y la atmósfera densa, como de una tensión inexplicable, latente y angustiosa. Alternábamos nuestros diálogos con largos vistazos hacia afuera de la ventana. Yo me preguntaba porqués, cómos, cuándos y dóndes y esporádicamente me atrevía a comunicárselos a Mamadu, el respondía concisamente, me miraba como si yo fuera un verdugo, con ojos seguros y atrevidos. Al fondo se escuchaba música de banda, común por esas tierras, uno que otro reggaetón y un merengue popular. Los extranjeros ocupábamos la mitad posterior del bus, pero a diferencia de la fraternidad que se esperaba de un grupo grande de compañeros de duras travesías, todos íbamos en un silencio lúgubre, hablando suavemente y con mesura, como aproximándonos a un destino fatídico.



Unos minutos después el bus se detuvo en algún pueblo, Cristian y yo nos bajamos para estirar nuestros encogidos músculos e intercambiar impresiones de toda la situación que a nuestro alrededor acontecía. Él tenía su propia historia, estaba asombrado y mientras me hablaba quería atraer toda mi atención con su pobre coherencia y sus dicientes ojos verdes. Su compañero de asiento era un coyote.

― ¿Un coyote? ―repetí tratando de entender lo que me quería decir. Varias personas me voltearon a curiosear, y ahí, descubrí que la había cagado―. Un coyote en ese bosque de pinos corría persiguiendo esa liebre parce…―se me ocurrió decir para enmendar mi error.
― ¡Sí!, pilas, hable suave que eso por acá es delicado ―me manifestó con cara de alarma. ―El man ayuda a los inmigrantes a atravesar fronteras de manera ilegal a cambio de dinero. Está acompañando cinco cubanos desde Nicaragua con el fin de llevarlos hasta los Estados Unidos.
― ¡Uy marica!, este bus está re caliente… congoleses, guineos, ghaneses, cubanos disidentes y nosotros los colombianos que no es que tengamos la mejor imagen por acá, más ahora con esas novelas de narcos.
Cristian me respondió que “todo bien, que eso no pasa nada” con la frescura que siempre lo acompañaba.
― Creo que tiene un revólver por si se arma bonche, y por lo que le entendí ya le tocó usarlo ―me agregó para rematar la conversación, me dio la espalda y se subió al bus.
La situación se complicaba. Íbamos en la mitad del camino y recién me despertaba de un placentero sueño, arrullado por el ruidoso tronar de un motor casi tan aturdidor como el de un avión, miré a Mamadu y también dormía. El conductor paró en medio de la nada, en la intersección con una vía secundaria. Dos “policías de tránsito” subieron al bus, tenían trajes camuflados negros, fusiles americanos y gorras que delataban su pertenencia a las Fuerzas Armadas de Guatemala. Examinaron con detenimiento la apariencia de los pasajeros y con cara de amabilidad exclamaron:
― Todos abajo con documentos por favor―. “A la cárcel o deportación directa”, se me vino a la mente. Imaginé que podría ser confundido con un inmigrante más y que de ahí mi próximo paradero sería un juzgado o una prisión.
Bajo el sol ardiente de los últimos días de verano nos requisaron y nos exigieron documentos. Me recosté contra la lámina metálica del costado del bus, aprovechando unos pocos centímetros de sombra y resignado a un largo rato de controversia.
― ¿De dónde son ustedes? ―inquirió hacia la multitud el militar que probablemente tenía mayor rango. Ante esta pregunta nadie respondió nada. La volvió a repetir subiendo el volumen de la voz y dirigiéndose específicamente a uno de los inmigrantes.
― África ―
― ¿Qué idioma hablan?  
― África… ―recibió como respuesta del mismo hombre.
― ¿Quién de ustedes es el líder?

Un largo silencio cayó sobre la carretera, el que fue aprovechado por los militares para hablar entre ellos, llamaron por radio a algún oficial superior…; en esta carretera reinaba la confusión y la angustia, el único extranjero tranquilo era Cristian. Un soldado se encargó de interrogarme. Mi única garantía era mi pasaporte, mi palabra y mis métodos de persuasión amable que ya estaban muy desvalorizados en esta zona del país.




― ¿Con quién viaja?, ¿Viaja con ellos? ―me preguntó inculpándome de quien sabe que, mientras observaba mi pasaporte, mirándolo a la luz y a la sombra como examinando un billete sospechosamente falso.
― ¡No, voy con mi amigo…! ―me puse nervioso y negué mi vínculo con todo el mundo excepto con el otro colombiano.
― ¡López! ―llamó a un compañero―. ¡No lo deje ir!
Esa frase sonó a sentencia de cadena perpetua, pensé.
― ¿Para dónde va?, ¿Qué hace? ―me cuestionó López mientras sostenía mi pasaporte.
― Estamos conociendo el país, llegamos a El Salvador y ahora venimos de Honduras; vamos a varias ciudades a explorar los volcanes, los lagos y la cultura Maya, yo soy geólogo y me interesan esos temas, mi amigo es ingeniero. Entramos hace dos días a Guatemala.

Mi apariencia no era la del típico geólogo, no era siquiera la del “respetado” profesional que la sociedad espera. Llevaba shorts desteñidos por mes y medio de uso intenso; botas de alta montaña que me cocinaban los pies y que tenía que usar casi permanentemente por que no cabían en la maleta de viaje; un esqueleto blanco que semanas antes era camiseta y tuvo que ser despojado de las mangas para alcanzar mayor frescura. Había restos de comida en el esqueleto y en general había acumulado mucho polvo. Llevaba 4 días con la misma ropa, tenía aspecto más de vagabundo que de otra cosa. Cristian estaba levemente mejor vestido con un pantalón de sudadera, unas botas que estrenaba para este viaje -de las cuales se sentía orgulloso, pues le regateó ochenta mil pesos al vendedor en los outlets de Bogotá-, camiseta licrada de su idolatrado equipo la Juventus y gorra.

Después de un largo interrogatorio llegó una camioneta y un camión con más soldados armados. Se bajaron con aire de autoridad, nos detallaron a todos, éramos dieciocho forasteros a la disposición de 22 militares. Realizaron exactamente las mismas preguntas, a las que recibieron las mismas respuestas. En medio del caos busqué los ojos de Mamadu para entender un poco acerca de la situación. Cuando lo encontré, me miró disimuladamente, me guiñó el ojo.

Mi compañero de viaje mostraba una serenidad inexplicable, sólo lo impacientaba el ardiente sol. “Se va a armar un tropel acá”, me dijo aprovechándose de mi tensión para aumentarla más. “Que el señor de Esquipulas lo libre de todo mal y peligro”, concluyó.

Un inmigrante africano hablaba en inglés con el ejército a través de un guatemalteco que conocía un poco el idioma y se dispuso a colaborar. “Vamos de tránsito”; “Human rights”; “This is legal”; “Sin pasaporte, sin pasaporte”, se entendía que pronunciaba en medio de acentos enfurecidos después de dos horas en la carretera al calor de un sol abrasador. De repente el interlocutor africano comenzó a hablar en francés a sus compañeros y todos se alarmaron, parecían preparados para ejecutar una acción conjunta planeada, se agruparon.
Yo me alejé de donde estaba parado y le dije a Cristian que nos abriéramos lejos. Los militares se miraron entre si confundidos, como buscando a su superior esperando una orden. El hombre que convocaba el alboroto abrió con rapidez un pequeño bolso que colgaba de su hombro. El tiempo se detuvo y recordé las películas de Hollywood donde los disparos son protagonistas; introdujo su mano en él, los militares que estaban al frente del hombre africano retrocedieron dos pasos. El hombre sacó un papel… tenía apariencia de carta.

Alguien me devolvió mi pasaporte, me subí al bus con alivio. Desde la privilegiada posición donde estaba, se veía todo el panorama de la extraña situación. Decidí tomarle unas fotografías a Cristian mientras conversaba con un militar. ¡Click! una, ¡Click! otra, la última, ¡Click!, listo. Guardé la cámara en mi maleta de mano, miré hacia afuera, todo continuaba precisamente como había transcurrido durante el largo retén: las conversaciones tardaban el doble de tiempo por la traducción y eso no garantizaba que el mensaje fuera verídico, los funcionarios hablaban por radio y los inmigrantes buscaban taludes al borde de la carretera para orinar… Súbitamente una mano me agarró el hombro.

― Baje con su equipaje ―me ordenó un militar con voz seria y grave. Los pasajeros del bus, el conductor que yacía recostado en su cómoda silla y el ayudante (guatemaltecos todos) observaron mientras descendía custodiado. Un silencio de cementerio a media noche envolvía el preludio a un destino cada vez más oscuro, nadie pronunció ni una sílaba. Sentí un abandono completo, la angustia más grande de mi existencia y espero me entiendan al menos quienes han tenido que enfrentar en soledad momentos de extrema presión emocional.

También recordé las últimas noticias en mi tierra, “más de 300 colombianos deportados de México”, y supuse que era lo mejor que me podía pasar, pero las armas no se hicieron para deportar, sino para matar y desaparecer. En ese escenario pesimista mi compañero de camino me miró con desconsuelo y su rostro me trajo a la mente el de mi madre diciéndome “Cuídate mucho hijito” y el de otros viajeros “Uno siempre lleva las de perder”. Y ahí estaba yo con todas las de perder, a la disposición de los fusiles, la autoridad la concepción de verdad y justicia de un militar que solo ha recibido órdenes en sus últimos años de vida.

En Guatemala, así como en Colombia y en muchos países de América Latina también hubo guerra de guerrillas, desde 1960 hasta 1996 el conflicto armado dejó aproximadamente 200.000 muertos y 45.000 desaparecidos. Recordé el artículo que había leído una semana antes en el que se narraba como varios dirigentes estudiantiles de la Universidad de San Carlos habían sido desaparecidos, torturados y asesinados:  Ricardo Martínez Solórzano,  Manuel Lisandro Andrade y otros cientos, eran apenas nombres en un largo arrume de víctimas.

Sin esperanza alguna en mi corazón y con el desespero manejando mis impulsos inventé un plan alterno a la muerte. Si las cosas se ponían críticas, correría hacia el monte abandonando todo, llegaría a la próxima ciudad en tres días y contactaría de alguna manera a Cristian. Así se haría. Con los pies en el asfalto una vez más, dos soldados me rodearon y uno de ellos me acechó.

― ¿Estaba tomando fotos?, eso es ilegal en este país ― objetó con tono delator mientras me agarraba de un brazo, probablemente leyendo en mis pensamientos mi desesperado plan. Pensé que eso no era ilegal en ningún lugar del mundo, pero elegí tragarme las palabras.
          ― Sólo estoy registrando fotográficamente mi viaje
― ¡Eso no está permitido, déjeme ver el bolso! 
Esculcó rincón por rincón mi pequeño bolso de mano e incluso encontró los bolsillos secretos que se usan a veces para guardar “cosas”.
― Muéstreme las fotos ―exclamó mientras volteaba a mirar a su superior que lo llamaba. El segundo soldado parecía distraído; en un momento de repentina hazaña y atrevimiento me la jugué y prendí la cámara, eliminé las fotos y la apagué. Nadie encontró evidencia de mi supuesto “delito”…

En el terminal de transportes de Ciudad de Guatemala bajamos nuestros equipajes de las bodegas del bus a las cinco de la tarde, el clima estaba fresco y había una cálida brisa agradable. Parecía que nada había pasado, Cristian y yo nos sentíamos tranquilos y con nuevos retos que afrontar: conocer la capital más grande de América Central, el corazón del antiguo imperio Maya y encontrar un medio de transporte económico para llegar al Centro Histórico. A Mamadu poco le importaba esto, al igual que tampoco se encomendó al señor de Esquipulas, su viaje no era de placer y los dioses habían sido ingratos durante su corta vida. Busqué con mis ojos su mirada ocupada y al encontrarla me incitó a despedirnos. Me dio un fuerte abrazo y le dije: “Buen viaje amigo”.    


Andrés Tangarife, Mayo de 2016

El Perfume

Poema enviado al Concurso Nacional: La vida, mapa de la poesía -  Casa de Poesía Silva

No le imprimiré fragancias a mi cuerpo,
engendradas en la ejecución deliberada
del dinero y la trivialidad de los hábitos.

Dejaré en tu cuerpo la esencia única,
porque lo que te doy no es vano e ilusorio.
Transpiración de mi alma y mi vigor,
la exudación de momentos etéreos, que llegaron aquí,
tras el paso de sombras, soles y brisas;
erosionando mi efímera existencia
con eternas aguas conjugadas sin premisa,

Es un retazo del mundo,
la huella de la palabra, la marca de la historia
porción de la gran explosión, que despojadamente
te entrego con voluntad dilatoria.

 Septiembre de 2016

sábado, 25 de marzo de 2017

Leer para no dejar que los cadáveres descansen en paz

Esta es la más crítica de las posiciones que un lector puede tomar frente a un texto, pues aquí, se pretende reciclar el pensamiento de una época para adaptarlo a un contexto actual y construir un nuevo concepto. Por ejemplo, cuando los estudiantes de alguna clase de antropología política leen a Engels y su ensayo El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, están remembrando ideas de una Europa post-revolución industrial tratando de entenderlo en el contexto de la Bogotá del siglo 21. Ante este tipo de problemas, los cuales solo puede evidenciar un lector con posición analítica surge otra respuesta a la pregunta “¿Para qué leer?” y es “leer para poder entender el entorno actual”. De esta manera, si se desea dar una de tantas razones a este cuestionamiento, todo puede concluir en que se lee para aprender significativamente, reconstruyendo permanentemente lo que sabemos y como lo aplicamos a nuestro contexto. Así, es necesario, primero “no dejar descansar en paz a Engels” trayéndolo a la modernidad y entendiéndolo, después dejarlo morir en paz y tomar la posición de escribir acerca de las relaciones sociales del materialismo histórico desarrollado en un Transmilenio o en una plaza de mercado.