Los precios de los museos, casas
culturales, y demás sitios históricos públicos en Honduras -al igual que en la
mayoría de América Latina- discriminan el costo de la entrada por
nacionalidades: pero no son equitativos (a diferencia de la Unión Europea, donde la clasificación generalmente es: estudiante, niño, tercera edad o adulto). Como colombiano, poseo una de las
monedas más devaluadas de América, después de Venezuela. Que me consideren
extranjero y me cobren más que a un hondureño, es aceptable, pero que me
igualen en costo al nivel de un inglés, un suizo o un austriaco, no lo acepto
ahora y no lo acepté mientras pude durante ese viaje a América Central en 2016.
Varias veces lo expresé en cada lugar donde se me exigía pagar al nivel de
cualquier extranjero proveniente de un país rico.
Por fortuna, en algunos lugares existían personas que, a pesar de tener un poco de poder, no perdieron la empatía que sus lazos sociales habían construido y poseían eso que llamaron los filósofos “consciencia de clase”.
Desayuno típico de un sábado en la Plaza de Mercado de Copán Ruinas.
Salimos de la plaza hacia el
parque central donde se encontraba el edificio donde vendían los tiquetes para los
diferentes paquetes de visitas a las ruinas arqueológicas. Como era de
esperarse, el precio para los hondureños era muy cómodo. ¿y el de los
extranjeros?, también, demasiado cómodo para los europeos, pero no para un
colombiano. Sin embargo, Cristian había ideado un plan: hacernos pasar por
hondureños. A mi eso siempre me pareció arriesgado y hasta humillante. Expresé
mi inconformismo, aunque no propuse nada y seguía quejándome del precio, 30
dólares para visitar las ruinas y el museo de las estelas, estaban fuera de
nuestro presupuesto. Acepté seguirle el juego a mi buen amigo, con la condición
de que yo no iba a hablar, sólo a presionar con mi mirada. Cristian estaba
determinado a interpretar su mejor papel como hondureño de Choluteca. Cuando llegó
nuestro turno para hablar con la recepcionista, Cristian solicitó dos tiquetes
para estudiantes hondureños, su acento me dio risa interna, sonaba tan
artificial para mí que pude prever en que iba a terminar todo. La vendedora nos
pidió mostrar un documento de identificación. “Se cayó esta vaina así de rápido”,
pensé mientras veía que Cristian argumentaba en su pésimo acento de Choluteca
que habíamos dejado los documentos de identidad en el hotel, ante lo que ella
solo dijo – pueden ir a recogerlos y vuelven más tarde-.
El plan se fue al piso, mostrar nuestros documentos no era
una posibilidad, eso solo hubiera confirmado nuestra situación de extranjeros.
Venía ahora la conmiseración, confesamos nuestra nacionalidad y expusimos de
manera amistosa y jovial nuestros argumentos a favor de una rebaja debido a la crítica
condición actual de Colombia y su crisis económica, nosotros éramos víctimas.
Viajar a Honduras no nos hacía millonarios y si había implicado un gran
esfuerzo para nosotros.
La señora, en compañía de uno de
sus colegas nos reiteró amablemente que no podía ayudarnos, el precio eran 30
dólares para extranjeros y 5 para locales. Diferencia abismal y triste. Ante la
realidad contundente del número, le comenté a Cristian ahí en frente de la
recepción, que no había opciones, que debíamos conformarnos con ver las calles
de Copan, las ruinas serían en otra ocasión. Si para cuando volvamos el otro
año, como si uno fuera de vacaciones a Honduras cada seis meses. En esos
momentos, el colega acompañante de nuestra interlocutora se retiró a cumplir
otros deberes. La mujer, nos dijo en tono de secreto que él era su supervisor y
que, si volvíamos en unos veinte minutos, ella nos vendería el tiquete a precio
de estudiante hondureño, que no dijéramos nada.
La situación había cambiado en
cuestión de dos segundos. Agradecimos y salimos del edificio para sentarnos en
el parque central del frente en un lugar donde pudiéramos mantener contacto
visual con nuestra nueva amiga. Mientras reflexionábamos acerca de nuestra
suerte, ella nos llamó con una seña desde su puesto de trabajo. Nos acercamos
al mostrador e iniciamos una conversación normal desde el principio, como si no
nos conociéramos, en esta ocasión si éramos estudiantes hondureños. Nos vendió
los tiquetes, hablamos poco, tratando de intercambiar sólo las palabras
necesarias. Con los nervios al tope, por el miedo a que ella fuera descubierta
y eso le implicara problemas, hicimos la compra con una sospechosa rapidez, no
queríamos cometer errores que la indujeran a su arrepentimiento. Nos dijo que presentáramos
el tiquete a la entrada de cada sección de las ruinas, que no habláramos nada,
simplemente si nos preguntaban dijéramos que éramos de Choluteca, que habíamos
dejado los documentos en el hotel.
Agradecimos y nos retiramos con
una sonrisa de esas que dibuja la fortuna y el triunfo después de una aventura.
Compramos un jugo de naranja en un puesto de la plaza y se lo llevamos unos
minutos después. Era verano y el sol iluminaba desde el cenit calentando a 36
grados. Emprendimos nuestro camino hacia las ruinas con la sensación de triunfo
sobre el monopolio del conocimiento y el capitalismo. Al fin de cuentas, el
sistema no está hecho de bloques y edificios sino de personas, tan susceptibles
de cambiar y tan sensibles por la necesidad del otro, tan hábiles de entender a
través del diálogo lo que implican las decisiones y los actos individuales, y
en consecuencia cambiar para inclinarse en favor de la justicia.
Muchos funcionarios, al fin y al
cabo, son conscientes de en donde se está quedando el dinero que se recauda de
los impuestos y más allá de la discusión de la corrupción, comprenden que la
cultura no tiene precio, pertenece a todos los herederos del mundo nuevo, sin
importar si tienen una caratula de colombiano o de hondureño, el mundo y su
historia nos pertenece a todos por igual. Es por eso que en cualquier parte de
Honduras, siempre seré un colombiano de Choluteca.
Mayo de 2016, Isla de Utila (Honduras)
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