domingo, 8 de noviembre de 2020

Colombianos de Choluteca


Nunca he renunciado a mi nacionalidad ni a la confesión de que nací en Colombia, tampoco es que el orgullo patriota sea mi fortaleza, finalmente considero la nacionalidad una cuestión de papel. Sin embargo, más allá del sentimiento de pertenecer a un país específico, estaba el deseo de poder explorar una ciudad y sus historias como cualquier ciudadano, la aspiración de acceder gratis a sus museos sin tener que pagar bajo la clasificación de extranjero. Tenía el apetito por tomarme el derecho que como heredero del mundo merezco a entenderlo y acceder a su conocimiento; derecho que por lástima se encuentra monopolizado y privatizado. Por esa razón decidí hacerme oriundo de Choluteca, la ciudad más al sur de Honduras.



Visita a nuestro "pueblo natal de Choluteca", tres horas de viaje desde Tegucigalpa únicamente para comernos una sopa de mariscos y ver el paisaje de las fotos. No contábamos con que nuestra ciudad natal tuviera tan poca actividad. 

En Tegucigalpa, algunos amigos nos habían hablado de Choluteca como de una ciudad muy lejana, como en otro mundo, por supuesto, en la escala espacial hondureña, una ciudad a 133 km de la capital, es casi otro país. De allí, de Choluteca, poca gente se conoce en otros departamentos, aunque su acento se reconoce fácilmente por lo diferente. Otras personas nos decían que los habitantes del sur eran más blancos que en el interior del país y que, por lo tanto, nosotros como colombianos podíamos decir que éramos de Choluteca con el fin de obtener esas preciadas rebajas en los museos, -les pueden creer, simplemente “no hablen”- nos decían nuestros amigos capitalinos.

Los precios de los museos, casas culturales, y demás sitios históricos públicos en Honduras -al igual que en la mayoría de América Latina- discriminan el costo de la entrada por nacionalidades: pero no son equitativos (a diferencia de la Unión Europea, donde la clasificación generalmente es: estudiante, niño, tercera edad o adulto). Como colombiano, poseo una de las monedas más devaluadas de América, después de Venezuela. Que me consideren extranjero y me cobren más que a un hondureño, es aceptable, pero que me igualen en costo al nivel de un inglés, un suizo o un austriaco, no lo acepto ahora y no lo acepté mientras pude durante ese viaje a América Central en 2016. Varias veces lo expresé en cada lugar donde se me exigía pagar al nivel de cualquier extranjero proveniente de un país rico.

Por fortuna, en algunos lugares existían personas que, a pesar de tener un poco de poder, no perdieron la empatía que sus lazos sociales habían construido y poseían eso que llamaron los filósofos “consciencia de clase”.

En alguna ocasión, nos encontrábamos en la más sureña ciudad de los dominios mayas, la legendaria e imponente Copán Ruinas, ocupada por más de dos milenios y localizada al oriente de Honduras, hacia los límites con la región cultural colombo-istmeña. Este sitio arqueológico, patrimonio de la humanidad, cuenta con las ruinas de una antigua ciudad-estado que fue la cabecera administrativa y religiosa de una región donde pudieron haber habitado alrededor de 25000 personas y que hacía unos 15 siglos, dependía gubernamentalmente de Tikal, la ciudad más importante del mundo Maya. Todas estas historias intrigantes y asombrosas nos llevaron a mí y a Cristian a Copan.

Esperando el microbus para ir a Copán Ruinas en un ardiente día de verano Hondureño a 34°. 


Algunas de las ruinas de edificios, templos, campos de fútbol y viviendas de la ciudad maya. 


Nos movía un deseo por entender la cultura Maya de Copán a través de las ruinas y los museos, las estelas, las pirámides, los laberintos, los grabados, la historia de los reyes, el legendario dieciocho conejo, decimotercer gobernante de Copán y gran impulsor de la construcción de las esculturas que contaban la historia de su pueblo. En fin, todo este acervo de conocimiento nos llevó a Copán.  

Estela de Dieciocho conejos,  decimotercer gobernante de la ciudad-estado de Copán y promotor de la construcción de estelas. 

Ese domingo desayunamos alrededor de las 10 de la mañana en la plaza de mercado, lo típico: frijol parado, aunque esta vez con un poco de pasta, arroz, aguacate, una presa de pollo y fresco de un sabor que no recuerdo. El fresco, hecho de fruta de temporada, fue refrescante y propicio para alivianar el guayabo de una noche de tragos fuertes. Como en toda América Central, las tortillas que acompañaban el desayuno eran tantas, que no logré comerme sino como una, me abrumó tanto la cantidad que perdí el apetito, me sacié con los granos. Tenía la idea que los frijoles son el alimento milenario del que vivieron los indígenas americanos y que podría vivir de ellos sin comer nada más durante meses, por eso dejé más de medio desayuno. Cristian se comió mi sobrado.

Desayuno típico de un sábado en la Plaza de Mercado de Copán Ruinas.

Salimos de la plaza hacia el parque central donde se encontraba el edificio donde vendían los tiquetes para los diferentes paquetes de visitas a las ruinas arqueológicas. Como era de esperarse, el precio para los hondureños era muy cómodo. ¿y el de los extranjeros?, también, demasiado cómodo para los europeos, pero no para un colombiano. Sin embargo, Cristian había ideado un plan: hacernos pasar por hondureños. A mi eso siempre me pareció arriesgado y hasta humillante. Expresé mi inconformismo, aunque no propuse nada y seguía quejándome del precio, 30 dólares para visitar las ruinas y el museo de las estelas, estaban fuera de nuestro presupuesto. Acepté seguirle el juego a mi buen amigo, con la condición de que yo no iba a hablar, sólo a presionar con mi mirada. Cristian estaba determinado a interpretar su mejor papel como hondureño de Choluteca. Cuando llegó nuestro turno para hablar con la recepcionista, Cristian solicitó dos tiquetes para estudiantes hondureños, su acento me dio risa interna, sonaba tan artificial para mí que pude prever en que iba a terminar todo. La vendedora nos pidió mostrar un documento de identificación. “Se cayó esta vaina así de rápido”, pensé mientras veía que Cristian argumentaba en su pésimo acento de Choluteca que habíamos dejado los documentos de identidad en el hotel, ante lo que ella solo dijo – pueden ir a recogerlos y vuelven más tarde-.  

El plan se fue al piso, mostrar nuestros documentos no era una posibilidad, eso solo hubiera confirmado nuestra situación de extranjeros. Venía ahora la conmiseración, confesamos nuestra nacionalidad y expusimos de manera amistosa y jovial nuestros argumentos a favor de una rebaja debido a la crítica condición actual de Colombia y su crisis económica, nosotros éramos víctimas. Viajar a Honduras no nos hacía millonarios y si había implicado un gran esfuerzo para nosotros.

La señora, en compañía de uno de sus colegas nos reiteró amablemente que no podía ayudarnos, el precio eran 30 dólares para extranjeros y 5 para locales. Diferencia abismal y triste. Ante la realidad contundente del número, le comenté a Cristian ahí en frente de la recepción, que no había opciones, que debíamos conformarnos con ver las calles de Copan, las ruinas serían en otra ocasión. Si para cuando volvamos el otro año, como si uno fuera de vacaciones a Honduras cada seis meses. En esos momentos, el colega acompañante de nuestra interlocutora se retiró a cumplir otros deberes. La mujer, nos dijo en tono de secreto que él era su supervisor y que, si volvíamos en unos veinte minutos, ella nos vendería el tiquete a precio de estudiante hondureño, que no dijéramos nada.

La situación había cambiado en cuestión de dos segundos. Agradecimos y salimos del edificio para sentarnos en el parque central del frente en un lugar donde pudiéramos mantener contacto visual con nuestra nueva amiga. Mientras reflexionábamos acerca de nuestra suerte, ella nos llamó con una seña desde su puesto de trabajo. Nos acercamos al mostrador e iniciamos una conversación normal desde el principio, como si no nos conociéramos, en esta ocasión si éramos estudiantes hondureños. Nos vendió los tiquetes, hablamos poco, tratando de intercambiar sólo las palabras necesarias. Con los nervios al tope, por el miedo a que ella fuera descubierta y eso le implicara problemas, hicimos la compra con una sospechosa rapidez, no queríamos cometer errores que la indujeran a su arrepentimiento. Nos dijo que presentáramos el tiquete a la entrada de cada sección de las ruinas, que no habláramos nada, simplemente si nos preguntaban dijéramos que éramos de Choluteca, que habíamos dejado los documentos en el hotel.

Agradecimos y nos retiramos con una sonrisa de esas que dibuja la fortuna y el triunfo después de una aventura. Compramos un jugo de naranja en un puesto de la plaza y se lo llevamos unos minutos después. Era verano y el sol iluminaba desde el cenit calentando a 36 grados. Emprendimos nuestro camino hacia las ruinas con la sensación de triunfo sobre el monopolio del conocimiento y el capitalismo. Al fin de cuentas, el sistema no está hecho de bloques y edificios sino de personas, tan susceptibles de cambiar y tan sensibles por la necesidad del otro, tan hábiles de entender a través del diálogo lo que implican las decisiones y los actos individuales, y en consecuencia cambiar para inclinarse en favor de la justicia.


¿Un antiguo campo del juego de pelota o un centro de deliberación en las reuniones?

Muchos funcionarios, al fin y al cabo, son conscientes de en donde se está quedando el dinero que se recauda de los impuestos y más allá de la discusión de la corrupción, comprenden que la cultura no tiene precio, pertenece a todos los herederos del mundo nuevo, sin importar si tienen una caratula de colombiano o de hondureño, el mundo y su historia nos pertenece a todos por igual. Es por eso que en cualquier parte de Honduras, siempre seré un colombiano de Choluteca.

 

Mayo de 2016, Isla de Utila (Honduras)

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